El reciente informe de The Economist (Índice de la Democracia 2024) sitúa a A. Latina como una región en la que persiste el declive de la democracia, con dos categorías a ser vigiladas, la de los países con regímenes híbridos, que son Bolivia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Perú, y los de democracia defectuosa, Argentina, Chile, Brasil, Paraguay y Colombia, entre otros.
A pesar de las críticas, el estudio es un referente de cuestiones cruciales de la política regional, sometida generalmente a mediciones cerradas, como la aprobación de autoridades e instituciones. En el caso peruano, las mayores precariedades se refieren al funcionamiento del gobierno, la participación política y la cultura política, a pesar de que los otros indicadores —proceso electoral y pluralismo, y libertades civiles— aparecen relativamente satisfactorios.
Otro estudio reciente de Ipsos Global revela otro declive, el de las sociedades. En 28 países encuestados, el 57% cree que sus sociedades “están rotas”. En Perú este porcentaje se eleva a 67%, al igual que en Argentina (67%), Colombia (66%), Chile (64%), Brasil (62%), aunque desciende en México (51%). En el Perú, esta percepción creció 12 puntos desde 2016 y en Brasil cayó 10 puntos desde 2021.
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El índice “sistema roto” mide el descontento con las élites políticas y la predisposición ciudadana de respaldar a líderes autoritarios. Indaga sobre cinco afirmaciones: la economía favorece a los ricos y poderosos, a los partidos y políticos no les importa la gente como yo, necesitamos un líder fuerte dispuesto a romper las reglas y recuperar el país de los ricos y poderosos, y los expertos no entienden a personas como yo.
Es interesante la correlación de las percepciones sobre el desempeño del Estado y la sociedad. No existe diferencia en lo que piensan los ciudadanos sobre las variables que nombran a la política y al ejercicio del poder. Esta correlación se completa con las respuestas a la pregunta churchiliana sobre si la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. De hecho, según el Latinobarómetro de 2023, solo el 48% apoya la democracia en A. Latina, una caída de 15 puntos desde 2010.
En una lectura básica, estas percepciones indicarían que, en la región, la democracia se ha quedado sin reservas en la sociedad y que es cada vez más difícil encontrar en ella pulsaciones democráticas. En esa lectura, el autoritarismo de la política interactúa con el autoritarismo de la sociedad. No obstante, nuevos elementos irrumpen para situar un contexto donde las sociedades reaccionan frente a la perversión de la democracia, patente, además de la crisis económica, en la desigualdad, corrupción, inseguridad ciudadana, degradación del ambiente, hambre y falta de los servicios públicos. Sin ese desempeño, por ejemplo, Milei y Bukele no estarían en el poder.
El punto es que tanto los sistemas que The Economist llama híbridos y defectuosos y los países donde sus ciudadanos creen que sus sociedades están rotas revelan el declive de la democracia como pacto social a causa de los parámetros de quienes gobiernan. No se desconoce la embestida autoritaria, pero en el declive opera, al mismo tiempo, una dinámica de suicidio y asesinato.
En el debate sobre democracia/autoritarismo en la región es crucial la calidad de la democracia que se pretende reivindicar. En más de un caso, la supuesta defensa de la democracia es la invocación de reglas vacías aun antes de la arremetida autoritaria, como en los casos recientes de El Salvador, Argentina, Guatemala y Perú, y en Brasil antes de la victoria de Lula.
La radicalización de las sociedades tiene matices respecto a la radicalización de la política. La primera irrumpe de un modo objetivo y se alude a ella como “la brecha”. Aunque ese radicalismo se explique por la falta de una cultura que procese las diferencias, es más genuino en sus expresiones de desconfianza, reclamo e indignación y, cómo no, miedo. En cambio, para las elites, o lo que queda de ellas en A. Latina, es un negocio fácil cuestionar la radicalización de la sociedad desde su propio miedo al otro lado de la brecha o subirse al carro de ella, forzando promesas autoritarias.
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El ascenso de la seguridad ciudadana al primer lugar de la agenda regional pone en el centro la dinámica asesinato/suicidio. Las democracias de A. Latina, con sus elecciones, instituciones, equilibrios, policías y jueces, fracasaron frente a la arremetida del crimen, y parte del fracaso son las estrategias de populismo penal, gatillo fácil, estados de excepción sin excepción, militarización de la seguridad e impunidad que en 2024 se pretende continuar.
Toda crisis de seguridad es, principalmente, una crisis política. En algunos casos, como en Ecuador, se produjo el desmontaje de instituciones; en otros, como en Brasil, se subestima la fragmentación institucional y se insiste en recetas desconectadas de más tecnología, más cárceles y militarización; y en el Perú y Chile se constata una real pérdida de control del territorio. En la región, la justicia penal investiga poco, pero se infla de legislación. Desde 1987, Colombia tuvo cuatro códigos de procedimientos penales y, en el Perú, el Código Penal de 2004 acumula varios centenares de reformas.
La crítica al radicalismo es compleja. Es obvio que el aumento de la percepción radical de la sociedad empata y fortalece las tendencias autoritarias en la política y abona el terreno para el surgimiento de ‘bukeles’ y ‘mileis’ en A. Latina. Es necesario alertar sobre el auge autoritario, aunque es imposible hacerlo desde el fracaso, la falta de imaginación y compromiso con la seguridad.
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En los países de la región sacudidos por intensas crisis —como Perú, Ecuador y Argentina— es común encontrar que el relato de los grupos democráticos carecen de referencia a la seguridad ciudadana, entregados a lo que les parece inevitable: que los autoritarios aparezcan como los únicos dispuestos a cubrir la brecha de temor de la sociedad frente al crimen.
La lucha contra el crimen no es un asunto de policías y ladrones. Es un asunto de paz y justicia que requiere de la unidad nacional y la recuperación del territorio, una confrontación que ahora mismo se presenta como de larga duración. Por ello, la defensa del derecho a la seguridad es parte de la defensa de la democracia y de sus libertades y derechos inherentes.
Como cuando las crisis económicas empujaron a la región primero a un ciclo neoliberal y luego a autoritarismos de izquierda, el auge del crimen puede impulsar a la región a una larga noche autoritaria, un riesgo que puede ser conjurado tomando nota e incluyendo la percepción de la sociedad, radical y urgida por la paz de sus comunidades. La defensa de la democracia tiene que incluir al otro lado de la brecha. Perú (2000), Argentina (2003) y Bolivia (2019) fueron ejemplos de que restauración no es sinónimo de democratización.