El gobierno ruso informó ayer por la mañana que Alexei Navalny había fallecido en una cárcel ubicada en una remota prisión del Ártico, pero todos saben que fue el presidente Vladimir Putin quien lo mandó asesinar.
Navalny no era político, periodista, ni pensador, sino solo uno de los que se suele llamar ‘ciudadano de a pie’ y, como tantos rusos, harto del régimen de los criminales liderados por Putin, volviéndose un bloguero obsesionado que destapaba la corrupción, lo que lo catapultó como un opositor principal.
Lo hizo a pesar de a ser consciente de que su lucha por construir una Rusia democrática y con una economía basada en el capitalismo y la inversión privada, en vez de ser manejada por los amigos mafiosos de Putin, podía costarle no solo el silenciamiento, la persecución y hasta la pérdida de su libertad, sino la muerte.
Lo constató, por si le quedaba duda, cuando en agosto de 2020 viajaba en avión en la zona de Siberia en su campaña opositora y alguien le manchó la ropa con Novichock, un veneno inventado por el ejército ruso que lo puso en coma. El avión aterrizó de emergencia, y terminó en un hospital de Berlín.
Ahí se pudo recuperar a los cinco meses, y lo primero que hizo fue volver a Rusia. Al bajar del avión, lo primero que hizo Putin fue mandar detenerlo.
Dos días después, su equipo lanzó en las redes un documental que mostró, gracias al uso de un dron, el imponente palacio que Putin había construido en el Mar Negro, con helipuertos, iglesia propia y baños llenos de oro.
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Navalny estuvo entre la cárcel y su casa, oponiéndose a la invasión a Ucrania, y en 2021 asistió a un juicio en una comisaría donde lo declararon culpable y le dieron una condena de 19 años.
Ayer el gobierno ruso anunció que Navalny había muerto. Pero lo obvio es que lo mató como antes a Yevgeny Prigozhin, su exchef y compinche en varias mafias, además de dueño del Grupo Wagner, cuando Putin mandó derribar el avión en el que viajaba.
Putin es un criminal: asesino, corrupto e invasor que constituye una de las amenazas más importante a la estabilidad mundial. Si Occidente no se da cuenta de ello, estará permitiendo el avance de un nuevo führer y lamentará no haberlo parado a tiempo.