Los espacios festivos suelen ser escenarios sagrados donde cada participante, agrupado o no, se manifiesta naturalmente y se vincula con los demás en un acto que marca el momento como especial y único. Es un tiempo para conectar con ese espíritu interior que ha sido golpeado por los avatares de la vida cotidiana, un espíritu que renace en la alegría contagiosa de la fiesta. En este santuario temporal, las personas encuentran un refugio para su alma, un lugar donde la música, la danza, la comida y la compañía se entrelazan en una sinfonía de celebración y renovación.
Sucede en el Akshu Tatay o segundo aporque de la papa cuando la orquesta hace suya la parcela para ponerle ritmo al trabajo comunal. Entonces estalla una canción en quechua y la euforia llega con el wapeo como si se tratara de una poderosa necesidad de invadir de alegría los cultivos porque así (lo han visto por años) crecen vigorosos y dan buenas cosechas. La búsqueda de abundancia se condensa en este canto, y ninguna fuerza terrenal puede detener su curso. Fluye de manera tan natural que casi sentimos la respuesta de la tierra, que se une al júbilo en el que todas y todos participan plenamente.
Sucede en el carnaval, que aparece empapado y cubierto de pintura. Zigzaguea por las calles, atrayendo a los fiesteros que se suman a su estela, fundiéndose en un estado de dicha contagiosa que se manifiesta en cada gesto y sonrisa. La esencia misma del carnaval se revela en este caos festivo, donde la gente protesta, se disfraza, se mofa y llama la atención de las autoridades con una rebeldía lúdica e irreverente.
Son días de libertad total, donde las coplas o canciones resuenan con temas políticos, sociales, románticos e incluso humorísticos, sin restricciones ni normativas que los limiten. Intentar censurar o coartar estas expresiones sería contravenir la naturaleza misma del carnaval, una festividad que desborda en espontaneidad y creatividad desenfrenada.