El tráfico ilegal de oro, madera, tierras, personas y el largo etcétera con el que cohabitamos está generando una enorme demanda de servicios y negocios violentos. Además del resguardo privado, hablamos de secuestros, extorsiones e incluso la eliminación física de personas.
En las zonas de influencia minera la disputa por el control de zonas de extracción ha llegado al socavón, como muestra la masacre de Pataz. En Tarapoto hoy mismo hay 20 comuneros de origen kichwa refugiados después del asesinato del apu Quinto Inuma, uno de los ya casi 40 defensores de la tierra que han muerto en manos de traficantes. En zonas como La Pampa, en Madre de Dios, donde se ha identificado casi 600 dragas de extracción clandestina de oro operando, las víctimas de crímenes violentos ni siquiera se cuentan.
En estas condiciones es imposible pretender que tengamos “una” crisis de seguridad. Tenemos muchas crisis consolidadas hace ya bastante tiempo y otras varias en formación y plena expansión. Por eso hablar de seguridad entre nosotros no supone “un” plan, sino una malla de planes convergentes que deben tener como eje central la protección de la ciudadanía, urbana y rural, no solo la de las ciudades, y principalmente no solo la de Lima.
La cuestión sobre la seguridad es solo un aspecto de la enorme lista de problemas que caracteriza a nuestro país: el sentido de la ciudadanía; las relaciones entre las personas y comunidades con las autoridades; la permanente ausencia del Estado y esa incapacidad que estamos cultivando para desarticular instituciones, para profundizar su incapacidad operativa.
La inseguridad en que vivimos es un subproducto de ese Estado de escaso alcance y del peso que tienen las economías ilegales en las áreas en que su ausencia deja casi todo en el vacío. El vacío de autoridad que predomina entre nosotros es un terreno fértil para mafias armadas que pueden encontrar aquí clientes, márgenes altos de ganancia, oportunidades de lavado y bajos riesgos de interdicción policial.
Los tribunales tienen aquí un papel fundamental. De ellos depende nuestra percepción de lo justo conforme a ley y de las penas como consecuencia del delito. Sin embargo, un sistema que pierde capacidad de imponer castigos efectivos por falta de espacio (tenemos casi 100.000 personas en prisiones diseñadas para 45.000) o que no puede vigilar a casi a nadie porque no tiene tobilleras electrónicas, pierde incidencia. Un sistema que promueve la impunidad de determinadas formas de violencia alimenta otras.
Un sistema que se concentra en asuntos inviables o de escaso rendimiento institucional depreda sus recursos.
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La justicia es un recurso escaso. Por cada caso que llega a los tribunales, uno queda fuera. La persecución penal debe administrarse y la Constitución ha entregado esa administración a las Fiscalías, que eligen qué perseguir, cuándo hacerlo y con cuántos recursos debe procederse. De eso trata la política de persecución del delito, que las Fiscalías tienen a su cargo.
La responsabilidad es enorme. Y ella explica por qué las leyes hacen depender la investigación policial del delito de las directrices que deben impartir las Fiscalías. La fiscal Barreto pudo, en su día, pedir que se organice el equipo especial que investigó a Pedro Castillo porque esa responsabilidad existe. Estas relaciones requieren ajustes, como tantas otras que se desarrollan al interior del Estado. Pero esos ajustes deben estar dirigidos a profundizar la cooperación dentro del sistema, no a convertirlo en coto de caza o en área de disputa, como lo puede convertir una reciente reforma impulsada por el Gobierno en esta materia.
En este marco, el que conforman justicia y seguridad, el mensaje más claro que recibe la ciudadanía proviene del retraso; de la enorme cantidad de tiempo que toma obtener una condena que ponga en prisión a los autores de un hecho violento. El sistema legal ha ideado frente a esos asuntos, procedimientos rápidos para casos descubiertos en flagrancia. Pero la represión de crímenes en flagrancia solo es posible si sus autores son intervenidos mientras están cometiendo el delito. De poco sirve una cámara de seguridad instalada en una peluquería o en las vías públicas si frente a los monitores no hay alguien que pueda movilizar de inmediato un escuadrón de intervención rápida capacitado para tomar el control de la escena del crimen.
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Aquí el esfuerzo que están haciendo algunas autoridades locales por enlazar los equipos de serenos con las comisarías debe resaltarse. Pero en Lima Surco o San Isidro siempre podrán alcanzar mejores resultados de coordinación que los que se logra en las zonas más pobres de Lima Norte o en los distritos de Andahuaylas.
Sin un fondo que permita nivelar esfuerzos más que resolver problemas de seguridad aquí podemos terminar profundizando desigualdades explosivas.
No solemos hacer esta asociación en nuestro medio, pero la seguridad no es un asunto que dependa solo de castigar culpables. Es también, y antes que eso, una cuestión que depende de nuestra capacidad para proteger personas.
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Proteger personas es algo que solo se logra poniendo a disposición de las víctimas de violencia y los testigos de hechos de violencia mecanismos públicos de protección y soporte. Supone que esos mecanismos tengan rostro humano y presupuestos públicos que los hagan sostenibles. Se trata de mecanismos que deben poder expandirse a favor de quienes están bajo amenaza o expuestos a ataques y que estén reforzados por una política de comunicación que multiplique su impacto y alcance.
Nosotros no tenemos un sistema de protección que satisfaga estos requisitos. Prácticamente no tenemos ninguno. Tenemos órdenes judiciales de restricción y alejamiento que están a disposición de mujeres expuestas a casos por violencia familiar o sexual. Tenemos Fiscalías para casos por trata de personas que hacen enormes esfuerzos por rescatar víctimas esclavizadas. Los escasos recursos que dedica el Estado a proteger niños y mujeres expuestas a violencia y al tráfico de personas son exiguos. Tienen muy escaso alcance. Y casi no existen fuera de determinadas ciudades. No tienen ninguna aplicación para personas que una mañana reciben un sobre con una carta extensiva, una foto de sus hijos saliendo del colegio o una bala.
Estamos expuestos. Pensar en seguridad como si fuera un problema aislado de nuestro entorno es absurdo. Planear acciones sin considerar lo que nos falta es alentar fantasías ineficientes.
Volvemos al punto de origen. Como ocurre casi en todo lo que vale la pena discutir entre nosotros, pensar en seguridad es también pensar en ciudadanía.