El equipo que ha desmontado el aparato de influencias de la fiscal Benavides es el mismo que desmontó hace solo un año la red de corrupción de Pedro Castillo. Recordar eso debería haber bastado para que determinados sectores de nuestro colectivo político tomaran las cosas de otra manera. La fiscal Benavides, por ejemplo, podría haber hecho por sí misma lo que tantas veces se le pidió hacer a Castillo; apartarse del puesto mientras se despliegan las investigaciones sobre su entorno. Una renuncia oportuna, un “hacer lo que antes dijimos que debía hacer el otro”, nos habría ahorrado la pesada carga que nos está dejando esta crisis sobre los hombros. Nos habría permitido además registrar una señal de consistencia que ahora extrañamos.
No tiene sentido pretender que una regla jurídica, política o moral existe si no somos capaces de sostenerla cuando sus consecuencias dejan de estar emparejadas con nuestras preferencias subjetivas.
Pasemos las cosas en limpio. Nadie ha destituido a Patricia Benavides. Nadie la ha condenado como culpable de los delitos que ahora está revelando el señor Villanueva, su principal asesor, su operador político. Suspenderle ha sido necesario porque le tocaba renunciar y no quiso hacerlo. Y le tocaba renunciar porque la fiscal de la Nación no debe seguir en el puesto mientras se investiga a su entorno.
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A Castillo le habría ido menos mal si hubiera renunciado en lugar de ensayar un golpe de Estado que, visto en perspectiva, parece más bien una pésima coartada narrativa para justificar la fuga que intentó y no pudo perpetrar. Castillo no quiso irse del cargo a tiempo y multiplicó el tamaño de la crisis que lo condujo a prisión. Haciendo un bucle impresionante, la señora Benavides removió a la fiscal Barreto como Castillo quiso remover a Harvey Colchado, y una mayoría en el Congreso intenta aún cerrar la JNJ como Castillo quiso cerrar el Congreso y la Fiscalía.
Y en paralelo los defensores de la señora Benavides repiten fórmulas que ya vimos adoptar a los defensores de Castillo: “el caso está sostenido solo por medios parcializados”, “los dichos de los delatores son solo dichos”, “no hay pruebas que respalden los cargos”, “el procedimiento está viciado”. En sus ideaciones personales, Castillo cree que debe volver a la Presidencia y la señora Benavides cree que debe volver a la Fiscalía de la Nación. Ninguno nota, tampoco quienes les respaldan, que una magistratura no se sostiene con base en ideaciones personales o acrobacias legales. Se sostiene en un factor que parece estar cada vez más ausente en la escena: la legitimidad, esa condición que se construye generando mallas de relaciones transparentes basadas en acuerdos sobre asuntos de interés público.
La exhibición del desaprendizaje impresiona.
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Sin embargo, lo más amargo del sabor que está dejando esta crisis está en la forma en que exhibe la levedad que ha adquirido nuestra memoria.
La cuestión es seria. Resulta que la justicia, otra construcción que parece irse borrando de nuestra escena, supone la formación de memorias colectivas. Se construye sobre ellas. Los tribunales son justos si toman decisiones basadas en la jurisprudencia, que es la memoria del sistema legal. Las expectativas sobre la justicia se construyen en función de historias de vida o de casos legales ya concluidos. La legitimidad de los jueces proviene de que sepamos quiénes son, es decir, quiénes han sido. El castigo funciona porque lo recordamos. Difícil entonces aspirar a un mínimo de justicia si no somos capaces de organizar nuestras memorias como referencia para elegir lo que decimos y definir lo que esperamos. La justicia es imposible sin acumular memorias colectivas.
Y eso es algo que no estamos haciendo.
Director de Azabache Caracciolo Abogados. Abogado especializado en litigios penales; antiguo profesor de la Universidad Católica y de la Academia de la Magistratura. Conduce En Coyuntura, en el LRTV y “Encuentros Muleros” en el portal de La Mula. Es miembro del directorio de la revista Gaceta Penal y autor de múltiples ensayos sobre justicia penal.