La realidad del poder se presenta hoy sin filtros. Se han caído todas las máscaras y los actores no parecen sentirse incómodos de exponerse tal cual. En su miseria, en su orfandad de principios, de ideas, de escrúpulos, de ética, se aferran a sus puestos pagados con nuestros impuestos. Con sus títulos falsos, con sus tesis plagiadas, asaltan todo lo que pueden. Cuando fingen ser otros, el resultado es tan burdo que se delatan con más elocuencia, como ocurre con la que ocupa la Presidencia: su cinismo sin límites, su indignidad, su súbita amnesia de haber pertenecido a un Gobierno que culpa de los males de los que ella misma es y ha sido responsable. La señora Boluarte y su abogado personal, hoy gendarme del régimen, el señor Otárola, simbolizan nuestra degradación política. Con nula vocación democrática, desde que tomaron el mando adoptaron un lenguaje confrontacional, de guerra contra la ciudadanía haciendo la ya considerable brecha entre gobernantes y ciudadanos cada vez más insondable y explosiva.
Atrás quedaron los tiempos de buscar persuadir, de ofrecer un gesto, al menos. Me preocupa esta inflexibilidad, ese atrincheramiento, porque es la renuncia de la política. Porque la política es también, y sobre todo, un asunto de gestos, como lo demostró el historiador E. P. Thompson en sus ejemplares trabajos sobre motines y disturbios en la Inglaterra de fines del siglo XVIII. Pero este régimen renunció a hacer política desde el momento en que autorizó el uso de armas de guerra para matar a niños, jóvenes, hombres y mujeres por el único delito de expresar su desacuerdo con su Gobierno, o ni siquiera eso. Murieron por estar en el “lugar equivocado”. La muerte no estuvo equitativamente repartida: cayó desproporcionadamente sobre “esos pueblos”, “allá en las serranías”. Se hizo escarmiento con los más pobres del campo. De los 49 civiles asesinados por agentes del Estado entre diciembre de 2022 y marzo de 2023, solo uno fue abatido en Lima. Cientos han quedado heridos y discapacitados. La carnicería empezó a solo cuatro días de que Boluarte asumiera la Presidencia, en Andahuaylas, donde policías asesinaron a 5 niños y jóvenes entre 15 y 19 años. La discriminación contra la población campesina y quechua hablante y pobre fue tan evidente para los organismos internacionales de derechos humanos, que Amnistía Internacional tituló a su informe sobre el Perú “Racismo letal”.
Nuestra democracia ha sido históricamente una democracia de élite, una democracia de casta, porque no se cumple con la alternancia en el poder. Porque independientemente del resultado de las elecciones, gobiernan los poderes fácticos, es decir, los grandes empresarios y sus medios, que se las arreglan siempre para doblegar a quienes osan querer cambiar una coma del modelo establecido con dictadura de los noventa, por solo referirme a los últimos treinta años, como fue especialmente evidente con Humala. Aun así, hasta los más reticentes gobernantes de esta precaria democracia algo cedieron ante la movilización popular. García derogó los decretos que causaron el derramamiento de sangre en Bagua, Humala derogó la ley Pulpín, y hasta Merino renunció a su Gobierno después de dos muertos.
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Incluso, un Ejército que había matado indiscriminadamente a campesinos en su lucha contra Sendero Luminoso en Ayacucho entre los años 1983-1984 cambió de estrategia al percibir que la población también crecientemente rechazaba a Sendero, y promovió alianzas con ellos, mientras, como lo recordó Carlos Iván Degregori, Sendero seguía inflexible, de espaldas a la realidad y persistiendo en sus métodos sanguinarios. Por eso, este régimen me recuerda más a Sendero Luminoso que a ningún otro fenómeno político de nuestra historia reciente. Su fracaso es inminente.
Pero lo que lo hace más peligroso es que, a diferencia de Sendero, el Gobierno dispone de las armas del Estado. De hecho, Boluarte carece de poder propio, son otros lo que la sostienen. Según la última encuesta de Ipsos, el 71 % de los ejecutivos de las grandes empresas del país declaró que apoya a Boluarte. En otra encuesta, del IEP, el 82 % de ciudadanos la rechaza. Es una incongruencia explosiva que debería llevar a los actores con el mayor poder a repensar su apoyo al régimen y abrirse al cambio.
Dada su evidente inflexibilidad, el perdón que pidió Boluarte en su discurso por el 28 de julio no es creíble. Después de formularlo, y fiel a su estilo intransigente, incongruente y cínico, pasó a llamar a los manifestantes violentos y a culparlos de la debacle económica. Lejos de hacer un gesto siquiera frente a las familias de los asesinados por su Gobierno, que clamaban por justicia solo a unas cuadras, permitió que la Policía las gaseara, golpeara a las mujeres, detuviera arbitrariamente a manifestantes. Frente a estas humillaciones y a tantas otras violencias, es de admirar la persistencia democrática de los ciudadanos más agraviados.
En otras palabras, el régimen ha renunciado a la política, pero tampoco quiere que la ejerzan los ciudadanos, a quienes los alcaldes les cierran calles y plazas y Boluarte les “prohíbe” hacer política, ofreciéndoles mendrugos, cual gamonal. Ha inventado su propia versión del Perro del Hortelano. Pero debe saber que ninguna democracia en el mundo ha logrado serlo sin incorporar derechos derivados de la movilización ciudadana. Y la voluntad popular en el Perú ha hablado claro: que se vaya este gobierno y deje de seguir destruyendo el país.
Antes de pensar celebrar los 200 años de la Batalla de Ayacucho, como anunció Boluarte, para lo cual espero más bien que este régimen sea pasado, yo sugeriría reflexionar sobre los 200 años de la promulgación de nuestra primera Constitución republicana que se cumplen este año. En su artículo segundo dice que la nación peruana “es independiente de la monarquía española, y de toda dominación extranjera; y no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia”. La nación somos todos y nadie puede ni debe ser excluido.
Foto: Jacqueline Fowks