Fascismo peruano del siglo XXI, por Cecilia Méndez

“Los abogados de los estudios más ricos de Lima se unieron para anular el voto de los peruanos más pobres, una población rural...”.

Cuenta el historiador y filósofo José Ignacio López Soria que cuando empezó a preparar su antología El pensamiento fascista (1930-1945) publicada en 1981 por Mosca Azul y Francisco Campodónico, editor, pensó que le sería difícil llenar un volumen. No fue así. “Me bastó abrir las páginas de El Comercio de los últimos 30 años”, refiere, “para convencerme de lo errado de mi apreciación”. En más de 250 páginas, López Soria logró recopilar una serie de publicaciones que daban cuenta de lo que él caracterizó como las tres modalidades del fascismo peruano: el fascismo aristocrático, el mesocrático y el popular.

Preocupada por el acelerado avance de posiciones autoritarias y fascistas en la coalición de Gobierno que encabeza Boluarte –y que operan a nivel legislativo, jurídico, mediático, de las fuerzas de seguridad y fuerzas de choque callejeras– quisiera proponer algunas consideraciones para una antología actualizada del fascismo en el Perú, empezando por notar los paralelos de lo que sucede hoy con los fascismos históricos y de otras latitudes. Si alguien se animara a emprenderla, tendría a su disposición una gama mucho más nutrida y diversa de fuentes.

Primero, quisiera notar la autopercepción de los fascistas como grupo derrotado en sus orígenes. Los fascismos surgen canalizando el descontento de quienes sienten que están perdiendo status o se sienten desplazados por los avances de procesos de democratización. Si en Alemania el nazismo fue una reacción, en parte, a los avances del socialismo y el movimiento obrero, y a una mayor integración de los judíos a la sociedad, en EE.UU el trumpismo ofrecía reivindicar a las clases medias blancas que se sintieron desplazadas y venidas a menos por la crisis económica, la elección de un presidente “negro” y los migrantes de “color”. En el Perú, algo parecido a un frente fascista se articuló ante el inminente triunfo de Castillo, un advenedizo de origen campesino en las elecciones de 2021, y se consolidó cuando esta oposición se convirtió en Gobierno, frente a un amplio rechazo popular. En eso estamos.

Una agresiva campaña macartista y mendaz desplegada en redes y medios se destacó por su crueldad racista y buscó alarmar a las clases medias, especialmente en Lima, pero no logró revertir los resultados. Para ejemplificarla están las portadas catastrofistas de El Comercio.

Al constatar su tercera derrota electoral consecutiva, el fujimorismo, en alianza con los poderes empresariales y mediáticos, desplegó una campaña no menos racista para impedir que Castillo asumiera la presidencia, con el argumento del fraude, cosa que nunca pudieron probar. Entonces, los abogados de los estudios más ricos de Lima se unieron para anular el voto de los peruanos más pobres, una población rural y mayoritariamente quechua o aimara hablante. A las entrevistas y programas en señal abierta que dan cuenta de ello, puede sumarse un toque anecdótico, mas no ingenuo.

Me refiero al espaldarazo del marqués Vargas Llosa a Keiko Fujimori, a quien llamó “demócrata” , y su poco velado desprecio por los votantes de Castillo por “no saber elegir”. ¿Un fascista aristocrático, en la acepción de López Soria? Imposible no traer a la mente al clérigo ultramontano Bartolomé Herrera y su postura contra el voto indígena en una famosa polémica de 1849.

Al no lograr evitar que Castillo asumiera la presidencia, la oposición orquestó una incesante campaña golpista para deponerlo hasta que él mismo les dio en la yema del gusto con su frustrado golpe que provocó su destitución inmediata y la asunción a la presidencia de la vicepresidenta Boluarte. Y aquí empieza la parte más sórdida, trágica y sangrienta de nuestro fascismo del siglo XXI, en la que aún estamos inmersos. Súbitamente amnésica de su militancia en un partido marxista leninista, le entregó el país a la ultraderecha y a un Congreso que solo ayer quiso destituirla llamándola terrorista.

Un Gobierno sin legitimidad empezó a exhibir tempranamente las características “clásicas” de un régimen fascista: apoyarse en las fuerzas de seguridad para gobernar, valerse del amedrentamiento y asesinato a opositores para mantenerse en el poder; de la mentira organizada para encubrir sus crímenes y justificar más violencia; desplegar un lenguaje polarizante que deshumaniza y estigmatiza, que caracteriza a manifestantes pacíficos como “vándalos” y “delincuentes terroristas”; referirse a sus víctimas como victimarios –en palabras de la presidenta, “se mataron entre ellos”– y a los ciudadanos como blancos de guerra. Más racismo, se apunta a matar solo a “los indios”.

Clave sería notar cómo se pasó de la violencia verbal a la violencia de los hechos. Cómo el insulto racista pasó de la boca de opositores mediáticos a la boca de autoridades que buscaban encubrir o justificar más violencia: el ministro que dice que las mujeres que llevan a sus hijos a la protesta “son peor que animales”, por ejemplo. Mientras, la Policía detenía arbitrariamente a la gente y la fiscal de la nación y la Policía resucitaban a Sendero para incriminar a manifestantes como terroristas.

En este contexto y en solo dos meses, fueron acribillados 49 peruanos desarmados, 6 de ellos niños, por agentes de su propio Gobierno; mayoritariamente pobres rurales, quechua y aimara hablantes. Abundancia de pruebas. Súmese a ello una vergonzosa sentencia de la Corte Suprema dando argumentos para justificar la violencia contra los que protestan pacíficamente.

Finalmente, una antología actualizada del fascismo peruano podría eliminar del título el término “pensamiento”. Porque en su actual reencarnación ese ingrediente no es evidente. Lo que hay, parafraseando a López Soria en su descripción del fascismo popular de los años 30, “más que un sistema elaborado de principios ideológicos [… ] es una suma de consignas”.

Corresponde a los que creemos en la democracia no ser pasivos, solidarizarnos con las nuevas marchas que se anuncian para julio y oponer a las fuerzas de la muerte nuestros mejores talentos.

larepublica.pe
Cecilia Méndez

Chola soy

Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.