
El Perú atraviesa una profunda crisis política. Esta se basa, centralmente, en tres factores: la ausencia de un sistema de partidos políticos estable; reglas electorales que no reflejan, de manera fidedigna, la voluntad popular; y un sistema de Gobierno que no define su identidad. En el caso de esto último, incluso, nuestra Constitución orgánica ha sido pródiga en darnos ejemplos contundentes de por qué es urgente su reforma. El sistema de Gobierno que tenemos, en escenarios en los que existe una conformación política asimétrica entre el Ejecutivo y el Congreso, promueve el enfrentamiento y alienta salidas radicales que ponen en cuestión la estabilidad política del país.
El retorno a la bicameralidad debería ser una oportunidad para reflexionar al respecto. Y buscar soluciones a los problemas que venimos arrastrando. Por ejemplo, debería ser una oportunidad para corregir la pésima regulación de la figura de la acusación constitucional al presidente durante su mandato, o la de la cuestión de confianza –tanto obligatoria como facultativa–, o la de la vacancia presidencial por la causal de incapacidad moral permanente, entre otros aspectos sobre los que la academia viene alertando desde hace varios años.
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El punto es que la propuesta planteada por la Comisión de Constitución, que se discute, actualmente, en el Pleno del Congreso, no aborda los problemas antes mencionados con mucha originalidad. En gran medida, replica el modelo que teníamos durante la Constitución de 1979 que distinguía entre una cámara política –la cámara de diputados– y una cámara reflexiva –la de senadores–. Y le otorga a esta última competencia que, por ejemplo, actualmente ejerce la Comisión Permanente. Plantea, asimismo, que en caso se configure el supuesto que habilita al presidente para la disolución del Congreso, la Cámara de Senadores se mantenga en funciones hasta que se instale el nuevo Congreso.
Por último, plantea que la Cámara de Diputados esté conformada por 130 representantes, y la de senadores por 60, elegidos, ya sea por circunscripción electoral múltiple o por electoral nacional. Y que para ser senador haya que tener, al menos, 45 años y haber sido, previamente, congresista o diputado (ahí hay un guiño claro para los actuales congresistas que, por esta vía, podrían acceder a su reelección, ¿no será acaso esta el motivo de su apuro?).
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El Congreso pudo aprovechar mejor la experiencia acumulada de los últimos años, durante los cuales se discutió con bastante amplitud los alcances que debía tener la reforma política del país. Ahí aparecen como antecedentes destacados, por ejemplo, los informes elaborados por la Comisión de Estudio de las Bases de la Reforma Constitucional Peruana del 2001, o por la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política del 2018. En ambos casos estamos ante documentos serios que pudieron servir de referencia para una discusión más amplia, plural y robusta que la que lamentablemente hemos tenido.
Hay un aspecto que no puede pasar desapercibido. La bicameralidad –que insisto es una reforma plausible y necesaria– para ser viable en términos políticos requiere de legitimidad. ¿Qué quiere decir esto? Que si el Congreso apunta a aprobar esta reforma –que implica el cambio de casi un cuarto de toda la Constitución–, necesita construir algo que, al día de hoy, no tiene: confianza ciudadana. Si el pueblo no acepta la bicameralidad, no por una razón de fondo, sino porque quien la aprobaría sería este Congreso, esta difícilmente superará la segunda votación calificada, y menos será aprobada en referéndum. Por eso, el Congreso debería ser consciente que si realmente quiere aprobar esta reforma, debe convencer, no imponer. Y eso es justamente lo que no está haciendo.

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