
Existe una persistente vocación en el Estado de normalizar lo que a todas luces es anómalo. Hay investigaciones de crímenes que no se están llevando a cabo, tratando de apañar todo lo que se hizo mal con un manto de impunidad.
No es suficiente que posiblemente el diario más influyente del mundo occidental haya hecho un detallado informe de lo ocurrido en las protestas de los meses de diciembre, enero y febrero. El New York Times ha perennizado en su edición lo que ya los medios independientes, como La República, IDL, Epicentro, entre otros, habían señalado con total imparcialidad: que se cometieron crímenes contra población desarmada y que el uso excesivo de la fuerza se empleó desde las fuerzas armadas y policiales para apagar la hoguera que crecía en el sur del país.
Los casos que se han identificado cuentan con todas las pericias y todos los informes legales. Nada de ello importa, porque de lo que se trata es de instalar una verdad oficial, la cual ha sido desmentida una y otra vez por organizaciones mundiales e internacionales que han dirigido investigaciones independientes y han desentrañado los excesos cometidos.
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En las declaraciones de las autoridades se silencian estas indagaciones para seguir con la campaña de culpar a otros de los errores propios.
Por el lado del Congreso, persiste la voluntad de sobrevivir a toda costa, y por ello se prefiere el silencio cómplice y mantenerse bajo el agua, flotando hasta que la emergencia de las lluvias y deslizamientos deje en el olvido la demanda de un sector mayoritario de la población, que se ha pronunciado de mil maneras sobre la necesidad de cambios políticos urgentes.
Las inundaciones se han presentado y han desnudado lo poco y nada que se ha hecho en materia de prevención. Por el contrario, el número de damnificados crece sin que se atienda la demanda y se prefiere el lucimiento personal y la fotito en medio del caos para ver si se gana algún rédito. No es extraño, pues, que la reacción de enojo y hartazgo provoque escenas de violencia y agresión contra las autoridades, debido al uso político que se le quiere dar al dolor.
En medio del desconcierto y la tragedia, la ciudadanía va viendo cómo se demuele la institucionalidad democrática y surgen liderazgos autoritarios que quieren aprovechar el momento y ganar algo en el desmanejo.
El Gobierno es inoperante para dar una respuesta centralizada y cohesionada frente a la crisis, el Congreso persiste en sus juegos bajo la mesa para ir copando y desmantelando el JNE, Reniec, la ONPE, Defensoría y JNJ. El sistema en su conjunto va deteriorándose a pasos agigantados, mientras que el discurso oficial busca normalizar el desgobierno y aparentar que nada ocurre.
Hemos llegado a un punto extremo como país y se requiere del concurso de los movimientos democráticos y de las organizaciones que tienen la obligación de salvar la patria cuando ya estamos viendo el abismo.

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