Nunca termino de impresionarme. A veces creo que la reflexión sobre el sentido de la vida, su valor y potencia o la exigencia que nos debemos todos sobre su protección van calando en cada uno de los peruanos a medida que avanzamos, a tropezones, en la construcción de una democracia donde quepamos todos.
Pensaba, el demoledor conflicto armado y el esfuerzo de explicarlo de la CVR habrían impregnado, entre nosotros, un sentido común donde nada es más importante que la vida. Nada. Me he equivocado. En el Perú existe un culto a la muerte donde esta es justificada y celebrada. Un viejo ritual —que se regocija en ella— y que aparece cada cierto tiempo. Incólume. Cuando un aeropuerto es tomado o una carretera es interrumpida, y la custodia de estos vale lo mismo que una vida humana a la que se la puede eliminar de un disparo, ese culto se hace demencia.
Cuando además la muerte la provocan agentes del Estado, todo es aún más inaceptable. Pero la muerte encuentra acólitos que al grito de “métanle bala”, “fuego a discreción” y “maten a esos indios” sostienen el ritual. Y no son expresiones que se digan con vergüenza o a media voz. Todo lo contrario, son frases de sobremesa, de pasillo de supermercado.
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Mientras escribo estas líneas pienso en ‘Merlí’, la serie de la televisión catalana, donde un profesor de Filosofía reflexiona con sus alumnos. Revisando a Kant, Merlí les hace a los chicos una pregunta clave: “¿Debe un médico salvar la vida de un pedófilo? ¿Debe salvar la vida de alguien que la utilizará —luego— para dañar a un niño?”. La encrucijada es compleja, pero la respuesta es sí, sí debe, porque el acto moral no lo es en función de sus consecuencias, sino que lo es porque es correcto en sí mismo.
Cuando la policía dispara a quien considera un vándalo —palabra con que los medios justifican la muerte— porque, como en ‘Merlí’, al hacerlo evitará que cometa otro exceso, no solo se coloca en la ilegalidad, sino que además desarrolla un acto inmoral a todas luces cuando dispara y acata la orden que no está obligado a cumplir. Asume —en su error— que lo que está haciendo es porque el otro se lo merece. En ese “se lo merece”, nada distingue a un policía de un asesino.
Pero luego de toda esta sensación gris también encuentro ejemplos que me hacen creer en la comunidad que construimos. Cuando veo a jóvenes comprometidos, a coterráneos que se juntan para defender la vida, a oficiales de la policía que cuestionan las órdenes írritas, vuelvo a creer.
Cuando en TvPerú, donde trabajo, se respetan mis opiniones respecto a la defensa de la vida por encima de cualquier consideración gubernamental y me permite —sin censuras— cuestionar la práctica policial de gatillo fácil, me hace sentir que hay espacio para erradicar a ese Tánatos que siempre se cierne sobre nosotros.