
Hubo un tiempo en que un paro consistía esencialmente en que los trabajadores suspendían sus labores. Con el tiempo esto ha cambiado. Ahora los promotores de un paro buscan paralizar la mayor cantidad posible de actividad social en torno suyo. Las cosas, da la impresión, ya no se resuelven en una asamblea, sino en la cúpula del partido.
La novedad se pudo advertir, por ejemplo, en la aparición del “paro armado” de Sendero Luminoso. Eso tuvo muy poco de laboral, y nada de asambleísmo, y consistió en paralizar por la fuerza toda la actividad ciudadana de una localidad. Llamarlo paro era una manera de cubrir la fuerza bruta con el manto de los respetables usos y costumbres sindicales.
Luego tenemos los paros en sentido contrario, donde se decreta la medida pero luego no pasa nada, o por lo menos no mucho. El paro que deja trabajar no es una gran medida de presión, pero permite a muchos seguir viviendo el día a día de la informalidad más pobre en los márgenes del mercado, demasiado necesitada y dispersa como para quejarse.
Las protestas de estas semanas no son, ni se reclaman como, “paros armados”. Pero las cifras que van llegando de los cálculos económicos muestran que su capacidad de impedir los negocios de diverso tamaño por todo el país viene siendo fuerte. A los movilizados por la furia o por el cálculo (no siempre un mismo grupo) eso les importa poco.
En realidad se necesita una nueva y mejor palabra que paro para describir lo que viene sucediendo. No es buen reemplazo, pero cierrapuertas ayuda a describir la situación: población asustada por la posibilidad de violencia que evita salir a consumir y en consecuencia comercios que no tienen motivo alguno para abrir sus puertas.
Dejar desierto el centro de trabajo siempre ha venido acompañado de movilizaciones por la calle. El paro o la huelga deben hacerse conocidos para tener impacto más allá de la patronal. Pero, como hemos señalado, las cosas se han invertido. La calle es más importante que el paro mismo, y los que marchan no necesariamente son trabajadores.
Si no hubiera violencia, o el peligro de violencia, los pequeños comercios podrían seguir funcionando, e incluso servir a los llamados paristas. Pero las cosas no son así.

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