Como los tantos migrantes que vivimos en Arequipa me permito escribir sobre ella.
Llegué a Arequipa hace 39 años, con una muy fuerte identidad patriótica peruana, forjada en Tacna, la heroica, la “que pudo vencer al destino y arrancó del enigma su tul”.
Porque, a pesar de la violencia cruenta aplicada por los chilenos durante casi cincuenta años, a los peruanos que se quedaron en esta ciudad, los tacneños nunca renunciaron a su Perú.
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Por eso recuerdo que el peor insulto que recibí al arribar a esta tierra mistiana fue: “ya llegó al chileno”.
Si bien había un desencuentro entre mi peruanidad y la arequipeñidad, el tiempo y la razón, y también mi curiosidad, hicieron que descubriera que, así como es realmente un orgullo decirse tacneño, igualmente, es una honra definirse arequipeño.
Hago la precisión obligatoria: como, del mismo modo, lo es ser: puneño, moqueguano, apurimeño, limeño, tumbesino, loretano, sanmartiniano, iqueño, cusqueño, cotahuasino, tarateño, ayavireño, argentino, alemán, español, chino mexicano, etc.
Pero, ¿qué fue lo me convenció de ser arequipeño?
Lo resumo en parte significativa de la letra de Mi canto a Arequipa: “Tú siempre serás el baluarte, cuna hermosa de la libertad. Oh, bella Arequipa, madre de las grandes rebeldías… perla eterna de los andes… Arequipa lírica y audaz, tu noble historia bien grabada en mi alma quedará”.
En esencia eso es Arequipa, o debería serlo, o tiene que serlo, y nunca debe dejar de serlo.
Por lo mismo el poeta Jorge Polar lo inmortalizó: “Años se ha batido Arequipa, bravamente para conquistar instituciones para la patria, no se nace en vano al pie de un volcán”.
Hace un año, propuse la refundación mistiana; lo vuelvo a hacer, para que como dice el himno: “…renueven laureles de ayer”. Amén.