Años atrás los golpes eran militares, un presidente desgastado perdía crédito en los cuarteles y aparecía un general ambicioso que lo derribaba. Sucedió muchas veces, pero destacan dos tipos de golpes. En el primero, la oligarquía reclutaba un general para que imponga orden en su beneficio. Un ejemplo es Odría, quien habría sido tentado por una bolsa reunida por Pedro Beltrán, entonces líder de los agroexportadores. El segundo prototipo es Velasco, quien rompió con la oligarquía por razones de seguridad nacional, ante la necesidad de realizar reformas que eviten un estallido social de gran alcance. Pero, sea cual fuere el caso, los golpes de antes eran una interrupción súbita y violenta del proceso político y los protagonistas eran militares.
En América Latina esa figura ha desaparecido hace unas tres décadas, puesto que la legislación internacional es severa y los golpistas de este estilo acaban presos, más temprano que tarde. Ya no hay general dispuesto porque es apostar a perdedor. Desde entonces los golpes son blandos, no han desaparecido sino cambiado de rostro. Los militares están detrás y no se inmiscuyen en la definición, se la dejan a los políticos. Pero son el respaldo indispensable de cualquier solución.
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De este modo, los protagonistas de la escena golpistas son políticos que ocupan cargos públicos y participan de la lucha de poderes. La institución clave es el Congreso que puede vacar al presidente. Por ello, ya se han presentado dos mociones para echar a Castillo, aunque ninguna ha prosperado. Ambas pecaban de improvisación y apresuramiento. No había correlación ni en el hemiciclo ni en la opinión pública, y los autores de ambas propuestas lucieron como amateurs en estas lides.
Ese doble fracaso ha provocado un cambio de planes y de actores. En vez de repetir una pataleta han optado por capturar las instituciones claves, dejando a Castillo sin soporte antes de derribarlo. En primer lugar, pretenden sacar a Boluarte porque, sin vicepresidenta, una vacancia se traduciría en el poder del Congreso, que estaría obligado a convocar elecciones en seis meses.
Otra institución decisiva es el Tribunal Constitucional, el garante en última instancia de la legalidad. De una manera asombrosa, el cerronismo lo ha entregado en manos de sus enemigos, al elegir cinco de seis magistrados con conexiones fujimoristas. No se entiende el cálculo de Perú Libre que, no obstante controlar la comisión parlamentaria, ha acabado renunciando a una institución clave del ordenamiento político. Este TC bloqueará toda propuesta progresista e incluso la asamblea constituyente se ha hecho casi imposible por la vía legal.
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En estas semanas también está en juego el destino de la Defensoría del Pueblo y del Ministerio Público. El primero tiene poder moral, que solo es útil si se usa en forma correcta. Pero el segundo también es crucial, sobre todo para Keiko Fujimori, pues la acusación de los fiscales podría debilitarse mucho si la institución pasa a manos de amigos de Chávarry.
Los golpistas estarán listos cuando terminen de copar las instituciones públicas. Mientras tanto, el Ejecutivo habrá cometido tantos desatinos que su desprestigio será absoluto. No acierta una y la profusión de reos como ministros solo puede acabar mal. Por su lado, los medios de comunicación más poderosos habrán magnificando escándalos del Ejecutivo y ocultado delitos semejantes del personal político golpista.
Aunque el momento ideal para los golpistas es después de Fiestas Patrias, la reciente apertura de investigación fiscal al presidente puede acelerar los plazos. Se dice que los golpistas confían en un general retirado como nuevo líder del Congreso para superar el rumbo errático de la señora Alva. En cualquier caso, el golpe debería ser antes de noviembre, porque las elecciones municipales podrían cambiar la correlación de fuerzas y darle un nuevo aire a Castillo.
Pedro Castillo