La gente se saluda poco en el Perú, en Lima en particular. Es raro entrar a un consultorio médico y saludar a las personas que esperan ser atendidas. Si uno entra a un ascensor lleno, tampoco saluda. Dar los buenos días a un desconocido es poco común. Entre paréntesis, hasta antes de la pandemia, la contraparte sintomática era el besarse entre desconocidos en el ámbito de una reunión amical, doméstica. ¿Qué explicaciones podría tener esta costumbre? ¿Por qué es importante detenerse aquí?
Las situaciones que asocio a esas descripciones son de personas que configuran vínculos marcados por la verticalidad. Un campesino que se cruzaba en el camino con el hacendado o con una autoridad pública y lo saludaba –antes de ser saludado claro está– con una venia y un “señor”, mientras el hacendado lo trataba sin duda de “tú”; a veces el campesino usaba el “papay” o “tayta”; se ubicaba así como pariente, como allegado doméstico, pero a modo subordinación.
Un comportamiento cortés, que el saludo supone, exige el reconocimiento en el otro de ciertos rasgos propios; supone haberle asignado atribuciones legítimas, valiosas, respetables. En sociedades jerárquicas eso no ocurre normalmente. El que toma la iniciativa de saludar es el que reconoce al otro como superior. Saludar al otro es percatarse de su existencia y de reconocer su superioridad.
No saludar se ha convertido en símbolo de estatus. Así, el que saluda es inferior. Y como a nadie le gusta ser inferior, –al menos de modo consciente– entonces, no se saluda.
Estas formas se acompañan con el trato diferenciado de tú y usted. Las personas que se sienten superiores, o pretenden serlo, tratan de tú al inferior. Es muy común este trato entre clientes de un café o restaurante hacia los o las mozas. Y aquí cabe una precisión: se nota más de parte de los hombres. Los hombres pueden prescindir más del usted que las mujeres. Los hombres no necesitan la protección, la distancia que da el usted. Las mujeres prefieren no prescindir de éste sobre todo cuando se sienten expuestas. El usted evita una aproximación peligrosa en sociedades en las que la autorregulación, en este caso la masculina, tiene un grado cercano a lo ínfimo.
Estas situaciones se vinculan con los modos de ejercicio de la autoridad en las sociedades jerárquicas. Sabemos, y no dejemos de horrorizarnos, de la intensidad de la violencia de género en el Perú, (aunque pocos sean capaces de relacionarla con la crónica crisis política crónica) epidémica y endémica; es notorio el escaso grado de contención de la agresividad en general. Como que los menos provistos de atributos materiales y simbólicos no tienen dentro de sus recursos el maltratar, no pueden maltratar a sus superiores –patrones, madres, padres, esposos–, y todos los que se ubican en la posición superior de la tutela. En cambio, el maltrato en sociedades de escaso e indiferenciado desarrollo estatal es parte del ejercicio de la autoridad.