Ramiro Escobar, profesor UARM.
Hace unos tres años, cuando la pandemia aún no estaba en el libreto global, estuve en Berlín y más precisamente en el antiguo aeropuerto de Tempelhof, construido por los nazis y luego usado por los aliados durante el bloqueo de Berlín Occidental en 1948. Su pista de aterrizaje ya no esperaba a aviones, sino a refugiados venidos de Somalia, Libia, Siria, Irak y otros países.
Horas después, tras conversar con un somalí sobre el tormentoso viaje que realizó para llegar hasta ese lugar (que, según él, le tomó cerca de un año), terminé almorzando en un restaurant del barrio turco berlinés. En una pared, había una pegatina puesta por unos amenazantes neonazis. Por supuesto que estaba garabateada, pero quizás era uno de los signos de la ‘Era Merkel’.
Es decir, de ese tiempo que viene desde el 22 de noviembre del 2005, cuando Ángela Dorothea Merkel fue elegida canciller de Alemania. Luego de que la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), su partido de centro-derecha, obtuviera 35.4% de los votos en las elecciones de septiembre de ese año e hiciera una alianza con los socialdemócratas del SPD.
Quizás entonces ya asomaba un primer hecho revelador de esta austera líder que hoy se va con el 70% de aprobación después de ser, por 16 años, la jefa de gobierno de Alemania: su pragmatismo político, su vocación de consenso, su adaptación realista a las circunstancias políticas de su país y de todo el bloque europeo. Al que luego lideraría de manera indiscutible.
Merkel volvió a hacer pactos de este tipo con otros grupos del espectro político alemán, como el Partido Democrático Liberal y Los Verdes, sin que se le movieran demasiado las pestañas, y siempre con el fin de procurar la estabilidad de su país, que resistió tempestades como la crisis financiera del 2008 o la actual pandemia. De allí que los alemanes la llamen ‘Mutti’ (Mamá).
Alguien en los hechos muy serena, pero a la vez capaz de dar golpes de timón impresionantes, como cuando luego de la tragedia en la planta nuclear japonesa de Fukushima, en el 2011, cambió su política proenergía nuclear y apostó por las energías renovables. O como cuando en el 2017 no impidió la aprobación del matrimonio homosexual, en contra de un gran sector de su partido.
Incluso dijo que había reflexionado sobre el tema, al que ella misma se opuso durante años, algo que no es habitual entre los políticos de cualquier rincón del planeta. Esa misma Merkel fue la que en el 2015 desplegó la mayor política de acogida a los refugiados que iban hacia la UE, al punto de que desde entonces Alemania ha recibido el 36% de solicitudes de refugio del bloque.
Mutti, sin embargo, no es querida por todos. Ni en su país ni en todo el viejo continente. Debido a sus políticas migratorias, de las entrañas históricas tormentosas de su patria surgió con cierta fuerza ‘Alternativa por Alemania’, un partido de ultraderecha que recuerda los tiempos crueles del nazismo. Un grupo de gente dispuesta a clavar un anuncio torvo en pleno barrio turco.
Tampoco le resultó simpática a un sector de los griegos que en el 2015 votó por Alexis Tsipras, un político de izquierda que quiso hasta salirse del euro y recibió presiones muy severas de la UE y de la propia Merkel. También hay quienes le reprochan haber aprobado la prohibición del velo islámico en escuelas u oficinas públicas, a pesar de sus generosas medidas migratorias.
Con todo, Merkel no es una política aplastantemente detestada, sino todo lo contrario. Y además es una líder de centro-derecha dispuesta al consenso y a asumir políticas cercanas a la centro-izquierda. En otras palabras: representa a esa derecha casi inexistente en el Perú y América Latina, donde más bien hubiera sido tildada de ‘caviar’, extremista o destructora de la familia.
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