Venezuela encarna hoy una de las más hondas desgracias de nuestro tiempo en la región. Ello está materializado en el éxodo de millones de venezolanos, el mayor desplazamiento humano en la historia contemporánea de América Latina, es el resultado directo de un régimen que ha abusado de su poder.
En ese escenario, las acciones emprendidas por Estados Unidos y otros actores de la comunidad internacional para respaldar a los sectores democráticos venezolanos no pueden ser leídas, sin más, como gestos de injerencia ilegítima.
La legitimidad de esa asistencia descansa en un principio que antecede y fundamenta todos los demás: el derecho a la libertad. El argumento angular es que sin libertad política no hay ciudadanía, sin ciudadanía no hay soberanía popular, y sin soberanía popular el Estado de derecho no existe. Es bajo es criterio que las constituciones democráticas lo consagren en sus disposiciones iniciales, en todo el mundo.
La Carta Democrática Interamericana, al afirmar que la democracia representativa y el respeto a los derechos humanos constituyen condiciones esenciales del orden interamericano, abre la posibilidad a que sea la comunidad internacional el actor que adopte mecanismos de presión y solidaridad activa con aquellos ciudadanos que han sido despojados de ese derecho primigenio.
Pero este reconocimiento tiene un límite infranqueable. Nada de lo anterior puede servir para legitimar la apropiación, expropiación o uso abusivo de los recursos soberanos de un país. El derecho internacional es claro al respecto.
La soberanía permanente sobre los recursos naturales pertenece a los Estados, en cuanto expresión jurídica de sus propios pueblos. Así lo consagra la Resolución 1803 de la Asamblea General de la ONU. El derecho internacional no hace referencia a gobiernos de facto ni, mucho menos, a actores externos.
Nada de esto implica indulgencia alguna con Maduro. Su régimen merece una condena sin atenuantes, ya que ha empobrecido a su nación, ha expulsado a millones de ciudadanos, y ha convertido al poder en un ejercicio cínico de supervivencia autoritaria. Pero hacerlo sin dinamitar los principios que dicen defenderse.
El derecho internacional existe para resguardar a las sociedades frente a la arbitrariedad, interna y externa. Jamás para proteger tiranos. Defender la libertad exige coherencia. Y por principio, incluso cuando el adversario es indefendible, hay que saber distinguir entre lo legítimo y lo inaceptable.