Una cosa es hablar, debatir sobre el coronavirus, esa plaga bíblica que ha sembrado la muerte, la desolación y el desastre económico por todo el mundo. Durante un año, los periodistas hemos informado y analizado desde casi todos los ángulos el fenómeno sanitario que marcó este año 2020 que concluyó.
En junio, cuando ni siquiera estábamos a la mitad de este proceso, se calculaba que en el mundo habían muerto 120 periodistas por efectos del COVID. También en este territorio el Perú encabezaba las tristes estadísticas, con 15 fallecidos, más que el total registrado en todo África.
Hubo casos tan extraordinarios como el del periodista ecuatoriano Augusto Itúrburu, redactor de deportes del diario El Telégrafo que comenzó a sentirse mal en marzo, pronto debió ser internado por complicaciones respiratorias y, desde su teléfono, mientras las fuerzas se lo permitieron, fue registrando paso a paso la lenta agonía que acabaría con su vida, el 15 de abril. La evolución de su testimonio estremece: «Estoy viendo cómo entuban a la gente», «Esto agota el cuerpo», «Sáquenme de aquí, por favor».
Uno de los casos que más me conmovió, porque me tocó muy de cerca, fue el de mi amigo, el poeta y periodista Jaime Rodríguez, quien terminó en cuidados intensivos con una saturación bajísima de oxígeno, en uno de los peores momentos de contagios, cuando los hospitales de Madrid, donde vive, se encontraban desbordados. Como nos contó y luego describió en una crónica inolvidable, durante 35 horas Jaime se debatió entre la vida y la muerte, durmiendo en una silla de urgencias mientras esperaba que una cama se liberara, lo que finalmente ocurrió.
Sin embargo, no hay historia o experiencia ajena que nos prepare para vivir el coronavirus en primera persona. Es lo que ocurrió en casa el sábado pasado cuando Andrea, mi chica, llego a casa cansada, con tos y dolor de cuerpo. Como pasó una noche muy mala, al día siguiente fue a urgencias para hacerse la PCR, que arrojó positivo.
Para evitar que los niños se contagien, de inmediato decidimos que se aislaría en el cuarto principal. Joven, sana y muy valiente, Andrea solo se quejó un par de veces durante los primero días, cuando la fiebre y el malestar fueron muy agresivos. Felizmente, su caso no revistió gravedad y a los diez días, como le habían anticipado que ocurriría, fue dada de alta y pudo volver a su vida normal.
Fueron unas navidades muy extrañas, en las que se sucedieron la incertidumbre, el miedo y la impaciencia, y una llegada del año nuevo llena de esperanza. Quizá por la naturaleza de nuestro trabajo, los periodistas tendemos a disociarnos del sufrimiento ajeno, para contemplarlo con distancia y objetividad. Pocas veces como en esta pandemia las fronteras de ambos mundos se borran y nos enfrentamos a la noticia desde nuestra propia fragilidad.