Me dejo de dramatismos. En medio de la tragedia, insisto que la peste nos deja sin parientes y sin amigos, pero también se lleva nuestros lugares más entrañables. Ya no está el Café Haití, el Queirolo funciona a media caña, El Mayo luce una cadena y candados. Fantasmales, todos se van esfumando inexorablemente.
Soy limeño y veo mis cebicherías y chifas que están cerrados. Es que ya no somos los mismos. Es que ya no tenemos citas. Yo mismo ando todavía a media caña. Mis maestros están desconocidos, mis alumnos desconcertados. Hildebrandt celebra sus 500 números pero escribe con tristeza y decepción. Regresó el fútbol pero dan ganas de llorar.
¿Y los triunfalismos de los primeros días? Otro fracaso peruano. ¿Y el oxígeno? Otra lágrima en este país de cementerios. ¿Y la economía? Solo para los privilegiados. Y al Dr. Cárcamo, que le creo, dice que, para diciembre “tranquilamente” superamos los 100,000 muertos. ¿Me dejo de dramatismos?
Y no se puede, la muerte está en la puerta de mi casa. ¿Y las ciencias? Bien gracias. No está en agenda. Y subió la luz y el agua. Entonces sobrevivimos. Y todos más susceptibles y todos con los carajos en la punta de la lengua. ¿Y los bancos y las mineras? Igual, lucrando con las mineras ¿Y Vizcarra? Un incapaz. Bien, dice un amigo: “Tengámonos cariño y si no podemos, tengámonos respeto”. Eso hago.