Por Natalia Majluf
El primer ministro de Cultura del gobierno elegido en 2016 duró menos de cinco meses en el cargo. Salvo por la gestión de Salvador del Solar, quien logró mantenerse como ministro por cerca de un año –todo un récord para esta gestión– los demás ministros no han tenido apenas el tiempo necesario para ordenar el escritorio, empaparse de los problemas o conocer siquiera al equipo de la sede de Lima, y menos a quienes trabajan en las Direcciones Desconcentradas de Cultura. Los ministros efímeros son consecuencia de la ausencia de una política y de un compromiso con el campo cultural. Con cada cambio de gestión se han sucedido con similar rapidez viceministros, directores generales y asesores. El resultado está a la vista: un ministerio sin capacidad de respuesta, sin liderazgo, y sin proyectos.
La culpa no es toda de los ministros o de su altísima rotación. Quizás tampoco de los funcionarios actuales y pasados. En el Ministerio de Cultura se ven los resultados del intento de llevar adelante una gestión estatal en ausencia de políticas de Estado y de un sistema de carrera pública. Los cargos mejor pagados tienen un horizonte laboral que se cuenta en meses y no en años. Las experiencias y los conocimientos no suman. Lo que hay es un círculo vicioso. Todo se reinventa con cada funcionario que llega a una oficina –casi siempre por su cercanía al ministro más que por sus capacidades reales– para encontrar que no existen lineamientos o derroteros claros. Las visiones personales se superponen a las políticas públicas. En esas condiciones resulta casi imposible establecer programas o proyectos de mediano y largo plazo.
El asunto es que ese horizonte temporal es fundamental para desarrollar las capacidades que se requieren en el ministerio, formar especialistas, entrenarlos en la gestión pública, y reformar estructuras. Sorprende, por ejemplo, la ausencia en el organigrama de una dirección de conservación, así como la falta de especialistas con estudios avanzados en ese campo. En realidad, quizás la mayor debilidad del ministerio hoy sea su falta de cuadros con verdadero conocimiento del sector o con alguna consciencia de lo que les falta conocer. La prueba es el casi nulo diálogo de los funcionarios con los principales antropólogos, arqueólogos o historiadores.
Es revelador que un exministro de Cultura como Salvador del Solar haya podido decir, en relación con el caso Chinchero, que la opinión de los expertos sobra. Se requiere un profundo cambio de actitud, pero también reformas precisas. De todo eso depende el futuro del sector que debe hacerse responsable por la conservación del legado cultural más rico y diverso de América del Sur. Un sector que, por lo demás, debería concebirse como una pieza fundamental del sistema educativo a través de esas aulas fuera del aula que son los museos, las bibliotecas públicas, los sitios arqueológicos y los lugares históricos, todos hoy en franco abandono por el Estado. Dice mucho que el ministerio deba afrontar esas enormes responsabilidades con el presupuesto más exiguo del Estado peruano.
El presidente Vizcarra debería cumplir con el plan de gobierno de Peruanos por el Kambio (sic), de asegurar el 1% del presupuesto nacional para el sector. Pero para ello se necesita tener un ministerio con visión y con capacidad de gasto.
Si bien el balance no es positivo, hay muchos programas e iniciativas aisladas que merecen resaltarse. Los estímulos económicos para cine y cultura son un resultado notable de la gestión Del Solar; Ruraq Maki ha llegado para quedarse con una gran aceptación pública; el área de cine ha alcanzado grandes logros gracias a que sus excelentes profesionales se han salvado milagrosamente de los recambios. Imposible hacer en este corto espacio una lista exhaustiva, pero estos y otros casos revelan que puede haber avances significativos donde hay conocimientos y continuidad en el tiempo.
En lo medular, sin embargo, el ministerio no ha logrado establecer su propia importancia como un área clave para el desarrollo del país. No ha convencido ni a sus colegas en el Consejo de Ministros ni a la ciudadanía. Y no lo ha hecho porque no ha logrado superar algunos de los mayores problemas del sector, como, por ejemplo, las mafias que operan impunemente en el Archivo General de la Nación o en la Biblioteca Nacional. Pero quizás el mayor golpe a su credibilidad es su casi nula capacidad para impedir el avance sistemático de la destrucción del patrimonio y de los paisajes culturales del país.
El caso de Chinchero es emblemático en este sentido. El ministerio no ha podido explicar el hecho de que el movimiento de tierras para el aeropuerto se haya iniciado sin un certificado de inexistencia de restos arqueológicos que es, por ley, un requisito indispensable para empezar esta o cualquier otra obra. Tampoco ha justificado cómo es que trece años después de la declaratoria, el Valle Sagrado de los Incas no ha sido aún delimitado. Y no ha podido siquiera dar respuesta a los cientos de especialistas que han alzado la voz de alarma frente a la inminente destrucción de este paisaje cultural.
Tocaría una autocrítica, un plan de acción y una propuesta normativa y legislativa que permita corregir los vacíos legales y las limitaciones que han conducido a esta situación. No hay indicios de que algo así vaya a ocurrir porque, en el balance final, el Ministerio de Cultura ha demostrado no tener –por lo menos hasta ahora– ni la capacidad ni la autonomía para defender sus fueros, o lo esencial de su misión.