En mis reporteos peruanos aprendí a medir la distancia entre lo que un líder político dice de sí mismo y lo que es. Me fue paradigmático el caso de Alfonso Barrantes Lingán (Q.E.P.D.), conocido por todos como ‘Frejolito’.
Lo conocí como candidato presidencial de Izquierda Unida y alcalde de Lima. Abogado, mariateguista, católico, negociador flexible y dotado de una gran simpatía criolla, solía definirse como “estalinista”, lo que me sonaba contradictorio. Tocamos ese tema en profundidad en una entrevista de dos horas que le hice en 1985, en una clínica de Wuppertal —en la entonces Alemania Occidental—, donde se desembarazaba de sólidos cálculos renales.
PUEDES VER: Memorias de Nicaragua
Entre preguntas y respuestas quedó claro que ‘Frejolito’ estaba en la línea eurocomunista del italiano Enrico Berlinguer, es decir, rumbo a la socialdemocracia. Asumió, entonces, que usaba mal la palabra “estalinismo”. Para él era sinónimo de disciplina política, porque ignoraba la vera historia de Stalin. Con modestia intelectual —rarísima en un político de su nivel— dijo que no la repetiría y reconoció que “uno hace la política con el bagaje ideológico que posee”.
Gracias a esa experiencia con un líder socialista cuajado, creo entender mejor el mundo de los millennials. Esos jóvenes revolucionarios de hoy que subestiman a las izquierdas democráticas de ayer, con base en tesis incomprobables de sus ideólogos de cabecera. Según estas, unos quieren devolvernos a la época del “buen vivir” de los pueblos ancestrales y otros quieren empujarnos al tiempo del “asalto al cielo”, con folletos de Lenin y Bakunin en la mochila.
Sucede que, dados los déficits de la democracia realmente existente, el superávit de políticos deficientes, la caída del socialismo real y la corrupción rampante, esos jóvenes están llegando al poder. De inicio pasan colados, pues adultos democráticos pero desencantados los ven como hijos o nietos vengadores. Saludan su irreverencia, su honestidad, su transparencia y hasta sus candideces.
Complicada cosa. Parecida simpatía despertaron el siglo pasado los jóvenes rebeldes cubanos, liderados por un veinteañero Fidel Castro, quien murió en el poder total… tras legarlo a su hermano. También fue el caso de los jóvenes guerrilleros nicaragüenses, con Daniel Ortega entre sus comandantes, quien hoy acumula más poder dictatorial del que tuvo la dinastía Somoza. Por cierto, también está el periplo del joven coronel venezolano Hugo Chávez, muerto en el poder como Castro, su inspirador.
Por eso, más que atender a buenas intenciones o nobles rebeldías, aconsejo escudriñar en las arrogancias de los millennials. Demasiados de ellos llegan a la política adulta con la convicción de estar en “el lado correcto de la historia” y hasta muestran certificados de superioridad moral. Creen que eso los habilita para refundarlo todo y hasta para quemarlo todo. Grave, pues. Con el mundo a las greñas, la historia que ignoran y las democracias de bajísima densidad en que vivimos podrían catalizar tragedias como las de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Por lo dicho, no basta con lamentarse en modo evangélico porque “no saben lo que hacen”. Mientras vivamos bajo algún formato democrático, los políticos adultos de cualquier nivel etario deben conocer y tratar (sin paternalismo) a los millennials empoderados. Objetivo, estimularlos para que reconozcan que las realidades nacionales son porfiadas y que las escatologías son malas consejeras. El momento es propicio, pues comienzan a descubrir que la gestión de un país no es del color de sus consignas y que no todos sus camaradas de sueño son dechados de pureza. Por extensión, es un marco idóneo para que sepan que, según el muy realista Maquiavelo, los soportes de cualquier Estado son “las buenas leyes y los buenos ejércitos”.
Aquí en mi sur, los ciudadanos de a pie (léase, la mayoría social) ya han dejado en claro, con voto obligatorio, que no pretenden asaltar cuarteles de verano ni palacios de invierno, pues sus sueños son menos épicos: trabajo decente, seguridad personal, redes sanitarias eficientes, educación asequible, casa propia, pensiones dignas. En paralelo, los inmigrantes de Venezuela están siendo altamente disuasivos contra las distopías. Enseñan en vivo y en directo que mala cosa es una revolución como la de Maduro, digan lo que digan Lula, AMLO o Gustavo Petro.
Con todo, lo más impactante para los jóvenes rebeldes es saber que no existe la superioridad moral que querían mostrarnos a nosotros, los veteranos. Entre sus camaradas ya hay quienes identificaron el asalto revolucionario al cielo del poder con el asalto monetario a las arcas del Estado. Y eso tiene que doler.
Es el momento, entonces, de abrirles una puerta hacia el mundo real, para que aprendan a mejorarlo a golpe de pragmatismos y no a golpe de silogismos. Parafraseando a un santo chileno, esto exige dialogar con ellos hasta que duela, sea que estén en el estado llano o en el Estado del Poder.
Puede que demoren en comprender. Pero, sin ese intento santificado de diálogo, la reacción previsible será la catastrófica “fuga hacia adelante”. De paso, es lo que sucedió en los Estados Unidos en 1959, cuando el presidente Dwight Eisenhower y su vicepresidente Richard Nixon decidieron acabar con Castro en el primer round. Sin diálogos ni juego político de suma variable. Entonces Castro replicó sembrando guerrillas en toda la región y, en 1962, puso a los Estados Unidos y al mundo al borde de una catástrofe nuclear.
Es por todo esto que me he acordado de ese buen político que fue ‘Frejolito’. No solo por reconocer lo falso de su estalinismo. También porque él quería abrir, hasta atrás, la puerta del diálogo inteligente y tozudo con amigos y adversarios. En esa misma entrevista de Wuppertal me lo dijo con esta frase sensatísima: “No soy partidario de los dogmas. Pienso que, frente a la nueva situación histórica que vive el mundo, Lenin hubiera modificado sus tesis. Lo que no se quiere entender es que, cuando hay honestidad política e ideológica, uno puede rectificar planteos anteriores o recogidos de otros pensadores”.
Me gustaría mucho que aquí, en mi sur y en América Latina, brotaran semillas de ese frejol, para rellenar la brecha entre los jóvenes refundadores y los ciudadanos que queremos vivir en mejores democracias.