Karina Pacheco es una narradora que emprende la construcción de sus textos con ánimo de naturalista. Antes de escribir su última novela, El año del viento (Seix Barral, 2021), partió del centro urbano del Cusco hacia la quebrada de Abancay, rodeada de cerros y pequeños ríos, y prosiguió camino hasta el valle de Andahuaylas y el bosque de Talavera. No le son extraños estos recorridos.
Además de escritora es montañista, de las que disfruta el camino más que alcanzar una cima. En ese viaje unió el Cusco y Apurímac, para indagar en hechos que ocurrieron en 1981, en el territorio bautizado por la CVR como Región Sur Central, donde Sendero Luminoso empezó su baño de sangre y donde la respuesta del Estado dejó otras tantas víctimas. El resultado de su investigación es un texto que habla de duelo y de mujeres que treinta años después de la guerra todavía buscan respuestas. Con este trabajo ha ganado el Premio Nacional de Literatura 2022. Pero el viaje de su novela continúa, como la memoria misma, que no se detiene.
Para mí, lo más correcto es hablar de conflicto armado interno o de tiempo del miedo, este es el término que usan las comunidades quechuas.
¿Cuál es su recuerdo más vivo de 1981?
Yo creo que la muerte de Marco Antonio Ayerbe Flores.
Estudiante universitario
Sí. Me impactó muchísimo porque yo sentí como aquello conmovía a toda la sociedad cusqueña. Era algo de lo que se hablaba. Y una palabra que una y otra vez se mencionaba era tortura. La tortura entendida como un horror indescriptible y que lacera lo más hondo de lo humano. Recuerdo esa sensación de una muerte injusta, tan prematura, que nos despertaba los ojos al horror, y eso que este caso se inició por una protesta por el alza de pasajes, como se narra en la novela, que desencadenó en la renuncia del ministro (José María) de la Jara Ureta, quien asumió la responsabilidad por lo que habían hecho unos subalternos. Recuerdo aquello como ese fin de la infancia.
¿Usted tenía 11 años?
Yo tenía 12 años y me acuerdo de que todo el mundo hablaba sobre esto y salió en las cadenas nacionales, que normalmente no miraban a lo que ocurría al interior del país. La renuncia hizo que todo el mundo empiece a decir: “¡Qué bien! Eso es una conducta honorable, que alguien asuma responsabilidades”.
Pero esa conducta no se repitió más…
No se repitió más, con situaciones miles de veces más horrorosas a lo largo de los años, y desde entonces hay como un cinismo, un negacionismo y un no asumir responsabilidades que se replica en todos los ámbitos.
La protagonista de su novela El año del viento llega a decir que “el Perú de 1981 era un país que no sabía vivir sin recibir órdenes”. ¿Usted piensa lo mismo?
Bueno, yo creo que de ese pensamiento autoritario no nos hemos desprendido, porque uno ve cómo seguimos votando los peruanos y la mayoría sigue buscando caudillos. Eso es pésimo para la democracia. Es decir, no buscamos construir procesos, no buscamos hacernos responsables de lo que elegimos, una y otra vez nos olvidamos de que hemos ido eligiendo caudillos que nos han ofrecido sebo de culebra.
Si uno hace una búsqueda en Google sobre los hechos más importantes de 1981 en el Perú encuentra dos cosas: el censo nacional y el enfrentamiento con Ecuador en la Cordillera del Cóndor. No hay nada sobre Sendero y su avance sobre Ayacucho y algunas provincias de Apurímac. Digamos que en ese momento vivíamos de espaldas a lo que ocurría en la sierra sur.
Ese es el centralismo que nos sigue haciendo un daño feroz, porque es un país donde la capital vive de espaldas a lo que ocurre en el resto del inmenso país que somos, con todas las diversidades que hay. Ese centralismo feroz piensa que lo importante ocurre en Lima, cuando la historia nos demuestra que gran parte de los sucesos que han trastornado, convulsionado y transformado al Perú han ocurrido en muchas otras regiones del país. Muchas veces se responden tardíamente y en el caso del surgimiento del terrorismo en el Perú, ya había pasado un año.
Ya había ocurrido lo de Chuschi
Había ocurrido lo de Chuschi y 100 atentados más y se seguía pensando que era cualquier cosa, queriendo creer que Sendero Luminoso era lo que le convenía a cada quien. Eso uno lo puede ver en la mirada de la prensa de la época.
En esa época, la prensa estaba concentrada en los ministros de Belaunde, pero no en los puentes que se dinamitaban, como el que unía Chungui y Andahuaylas. Lima no sabía nada de eso.
No, pero es que incluso acá mismo habían atentados y no pasaba nada. ¿Qué es Lima? Lima no es solo la zona más rica de la ciudad. A lo largo de 1980 hubo tres atentados en municipalidades de Lima, pero eran municipalidades de distritos considerados marginales, pobres, y ni siquiera eso aparecía en el recuento de fin de año, se decía que eran ataques de dinamiteros, de unos locos. Ya Sendero estaba actuando en Lima, pero como no actuaba en los puntos neurálgicos del poder económico y político, no pasaba nada. ¿Hasta qué punto eso sigue ocurriendo? Yo creo que mucho, porque cuando la gente protesta lo primero que se dice es, “¿pero por qué protestan?” A mí me hace pensar en eso que se le atribuye a la reina María Antonieta, que cuando la gente protestaba por veinte mil cosas y los reyes vivían en Versalles, muy ajenos a lo qué ocurría, ella decía: “No tienen pan, ¿por qué no les dan pasteles?”. Esa respuesta absurda muchas veces siento que se da en algunos sectores de Lima. La pandemia nos ha demostrado cuan inmensa es la precariedad y ni siquiera después de todo lo que hemos visto hay un cambio.
En la novela hay un momento que me llama la atención, que es la respuesta del pueblo que está en medio de dos fuegos, puntualmente cuando es dinamitado el puente Pawana, y los comuneros hacen otro puente rudimentario con maderas y lianas.
Eso pasó centenares de veces. Esa historia del puente Pawana es real. Me la contaron en Abancay. Un activista que ahora trabaja en planificación territorial y que había atendido a víctimas de la violencia me contó esa historia. A mí me dejó asombrada esa capacidad, para que en medio de la adversidad venga la creatividad y el deseo de seguir viviendo, porque el puente servía para comunicarse, para transportar productos, para ir a donde hay hospitales, en muchos casos a escuelas. Y hay que ver todos los riesgos que esto traía. Es decir, un puente hecho de tejido no es tan fácil de atravesar como un puente hecho de material noble. Creo que para mí eso también es una metáfora. El Perú es un país que sigue lleno de abismos y de una suerte de puentes dinamitados, no solo por el terrorismo, sino por nosotros mismos, cuando no queremos mirar al otro.
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¿Cuánto tiempo le tomó la investigación para la novela?
Durante muchos meses estuve investigando en hemerotecas.
¿En el 2018?
A inicios del 2018. Primero en Cusco, luego vine a Lima. Saqué mi carnet de la Biblioteca Nacional, que estaba vencido. Me parecía apasionante investigar en los archivos de prensa, ir viendo como el país que no quería ver, poco a poco, a través de la prensa, iba dejando de hablar de dinamiteros, de locos, y desde la izquierda también, muchos decían que era cosa de la CIA, que se había infiltrado en el país, para hacerlos quedar mal y destruirlos.
La izquierda tenía sus propias fake news.
Sí, mucha gente de izquierda decía que era la CIA y que no podía ser un movimiento, hablaban de un grupo de perturbados.
La nomenclatura cambiaba con el tiempo.
Fue cambiando con el tiempo y fue apareciendo cada vez más en la prensa. Pero debo decir que la prensa regional de Cusco, en ese momento, le daba mucha cobertura a lo que estaba ocurriendo en Ayacucho y por supuesto en Apurímac. También había noticias de atentados en Puno. Me acuerdo de la noche del año nuevo de 1981, hubo un atentado tremendo en plena avenida Sol.
¿Fue el primero de los atentados en Cusco?
Hubo algunos atentados contra puestos policiales, en Sicuani por ejemplo, pero esa fue la primera bomba en pleno centro de la ciudad, creo que contra el Banco de la Nación.
¿Qué piensa usted? ¿Cree que los peruanos estamos dispuestos a aceptar que cada región tiene su propia memoria de las tragedias que ocurrieron durante el terrorismo? O sea, Lima recuerda lo que ocurrió en Tarata, pero quizá lo que más recuerde el Cusco sea la muerte de estudiantes de izquierda a manos de Sendero.
Sí, o sea cada región tiene sus memorias particulares e incluso al interior de cada región hay diferentes memorias. En el Cusco, por ejemplo, fue muy comentado lo de Iván Pérez Ruibal, profesor de Economía, del Partido Comunista, asesinado a manos de Sendero Luminoso. Él era teniente alcalde de Daniel Estrada Pérez, los confrontó, pues se metieron a sus clases a arengar, a los dos o tres días, por plantearles discusión, lo mataron de tres tiros en plena universidad y no fue el único caso. Otro que yo recuerdo es terrible, ocurrió en Chumbivilcas, entró el ejército a una comunidad, en búsqueda de senderistas, y hubo casos de violaciones de unas niñas pastoras que estaban por ahí. Son casos emblemáticos, pero no de la magnitud que hubo en Ayacucho o en provincias como Andahuaylas o Chincheros, en el caso de Apurímac, o en Huancavelica, o en Huánuco o en zonas de Junín. Por eso es importante hacer memorias, pero no puede haber una sola memoria sino muchas memorias por cada territorio.
Usted usa la voz “el tiempo del miedo” para referirse a la época de violencia terrorista, ¿qué piensa de esta discusión que a veces ocurre sobre la nomenclatura que se debe usar para referirse a Sendero y a la guerra contra sus huestes?
Para mí lo más correcto es hablar de violencia política, de conflicto armado interno o de tiempo del miedo, este es el término que usan las comunidades quechuas más afectadas por la violencia
¿Cuál es la voz que usan?
Hablan de “sasachakuy tiempo”, es una de las formas. Yo creo que es lo más correcto, porque además está formulado por quiénes más sufrieron la violencia. No olvidemos que más del 75 % de los muertos y desaparecidos en Perú -y el porcentaje es mucho más grande cuando hablamos de masacres y ocupaciones- está ubicado ahí y ahí hablan de “tiempo del miedo”. Entonces, cuando hablamos de terrorismo, sí, es cierto, Sendero cometió la mayor cantidad de crímenes, fue quién originó esa barbarie, pero no podemos ver como si solo fuera Sendero, y me parece incorrecto, porque hace olvidar de todo el desprecio por la vida y la cantidad de violaciones de derechos humanos que cometió el Estado.
En esta novela, El año del viento, ocurre lo que ya había pasado en otro de sus libros, La voluntad del molle, donde son las mujeres las que tienen que reconstruir lo que ocurrió en el pasado, recomponer la memoria, ¿eso es intencional?
Ocurre que yo trabajo más con personajes femeninos, porque soy mujer. Eso por un lado, y en la vida real, casi siempre son mujeres las que están buscando muertos o guardando los secretos ominosos o duros o trágicos de una familia. Entonces, me parece que no solo es dar protagonismo a las mujeres, sino reflejar una realidad que se da para bien y para mal. Esto trasciende lo que es el caso peruano, es algo casi arraigado en lo universal.
Hace poco recordábamos a Hebe de Bonafini, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, en Argentina.
Claro, y como ella, fueron las mujeres que se enfrentaron a la dictadura de Videla en sus momentos más feroces, estaban matando y desapareciendo a sus hijos, las terminaron matando a ellas y siguieron allí. Bueno, eso ocurre también con muchas de las madres acá mismo, en el Perú, con ANFASEP o con las asociaciones que se han creado de víctimas del terrorismo o de Sendero Luminoso, son las esposas de policías, de alcaldes asesinados, que crearon una misma asociación. Pero más allá de ello está el mito de enterrar a los muertos. Yo creo que, así como las madres acunan a sus hijos, así como son las que de algún modo abren la tierra para poner la semilla, creo que las mujeres también tenemos la necesidad de también abrir la tierra para enterrar a los muertos.
En su novela y en otro de sus cuentos, Ventanas rotas, está presente la idea de que los senderistas, cuando querían ganar adeptos, desafiaban a los jóvenes, les decían: “No vivan en la en la contemplación de lo que está pasando sino pasen a la acción”. ¿En su época universitaria vio ese tipo de situaciones?
Ojo, en el caso de Ventanas rotas hablo del MRTA.
Es verdad.
Pero sí, yo estudié en la universidad a fines de los años 80 y era algo que se veía continuamente. Había estas pugnas por el control del comedor universitario, por el control de la Federación de Estudiantes. En el caso del Cusco eran minoría, pero sí afectaban de manera radical el quehacer universitario. Yo tuve un amigo estudiante de Economía, él era de izquierda, y por eso a mí me da bronca cuando se habla de izquierda y automáticamente te llaman terrorista o pro senderista, la izquierda perdió muchos líderes a manos de Sendero Luminoso…
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¿Qué pasó con su amigo?
Lo mataron, el grupo suyo, que era de una facción de izquierda bien combativa, ganó las elecciones en la Federación de Estudiantes y cuando salían del conteo de votos se le acercó alguien de una facción de Sendero y le pegó un tiro.
¿Estudió Antropología porque no encontró la carrera de Literatura en la San Antonio Abad?
Fue una feliz casualidad. Yo no sabía que existía la Antropología como carrera, en el tiempo que yo estaba en el colegio las carreras eran Derecho, Ingeniería, Arquitectura, Educación, Química, hasta ahí llegaba. Además, apenas terminé el colegio empecé a estudiar Farmacia y Bioquímica, pero me di cuenta rapidísimo que eso no era para mí.
¿Y qué le da la Antropología a su mirada como narradora?
Creo que la Antropología tiene la exigencia fuerte de meterse a fondo en la realidad que uno va a analizar, no te puedes inventar cosas, tienes que ponerte en los zapatos del otro, y tienes que ser consciente de tus prejuicios, eso es fundamental. Y para escribir eso es bien útil, porque si no podemos construir personajes o situaciones desde nuestros estereotipos y eso mata la literatura, porque, por más que la literatura sea ficción, tiene que parecer real. En el caso del Año del viento, los hechos ocurren en una comunidad de ficción, en Andahuaylas. Para mí era vital ir a recorrer, caminar, ver, sentir los olores, mirar los diferentes ángulos y conversar bien con la gente, porque eso le iba a dar fuerza al relato. La sierra es tan diversa que no basta con que yo sea de Cusco y el paisaje sea parecido.
Hemos hablado de la facilidad con que muchas personas acusan a la izquierda de pro senderista, ¿usted es una persona de izquierda?
Yo soy una persona de izquierda. Creo que los ideales de buscar una sociedad donde haya más justicia social, donde el Estado invierta y tenga un compromiso con una educación pública de calidad, con una sanidad pública de calidad, son los lineamientos básicos de la izquierda, son lineamientos que hacen que me siga sintiendo a la izquierda pero que también hacen que abomine a los radicales, que en un país como el nuestro, que tiene tantas fracturas, dinamiten las posibilidades de comunicación, de diálogo, de construcción y de compromiso entre todos.
Hay la idea de que la izquierda no se puede poner nunca de acuerdo.
Yo creo que eso es parte de la izquierda. Y definitivamente yo no estoy por la unidad de ninguna izquierda, porque yo no me voy a unir con unos delincuentes de izquierda corruptos, por el hecho de que enarbolen un discurso de pueblo, de boca para afuera, pero que en la práctica son tan clientelistas como cualquier otro sector de la población. Entonces, esto de la unidad me parece algo similar a esas nostalgias familiares que dicen que tenemos que estar unidos. Pero en la familia a veces puede haber gente con la que tú no tienes nada que ver, no sé, puede ser un corrupto, un abusivo, un maltratador, y por más que sea tu familia no hay por qué aguantar, allí se corta.
En el 2006 postuló al Congreso, ¿qué tal fue esa experiencia?
Fue una experiencia tremenda, por la cual ya he cumplido. Dije: “Me comprometo, me implico y me lanzó a la política”. Pero creo que no volvería porque hay que tener mucho hígado. A veces la política se hace tan siniestra y sucia que mucha gente comprometida se ahuyenta porque se horroriza por cómo se llevan y se construyen las candidaturas. Yo ya lo intenté, era con la lista de Javier Diez Canseco, y no creo que vuelva.
Usted es montañista, ¿es solo una cuestión de deporte o hay una cosa más íntima?
A mí me encanta la naturaleza y como vivo en Cusco, ir a caminar por el campo, subir montañas, me pone en mi sitio, me centra, me encanta la contemplación de la belleza, el silencio, desconectar de todo y el asombro que producen el paisaje o la naturaleza.
Hace unas semanas cuando recibió un homenaje en el Encuentro de Narradoras Peruanas le declaró a El Comercio lo siguiente: “Con todo el respeto que merecen las grandes y los grandes poetas, la idea de que una mujer siempre escriba del amor y lo bonito que es la flor y la luna es un prejuicio bien fuerte”, ¿qué se puede hacer para vencer este estereotipo?
Yo creo que hay que recordar que hay mujeres haciendo grandes trabajos en múltiples ámbitos, no solo ahora sino antes. Hay grandes politólogas, hay grandes médicos, hay grandes biólogas, hay astronautas, hay arqueólogas. Y en la literatura las mujeres escribimos de todo, podemos escribir con mayor a menor calidad, mejor o peor, pero escribimos de todo. Entonces, cuando se estereotipa de que la mujer escribe sobre literatura romántica o del amor, se pretende encasillarnos en el ámbito de lo doméstico, de lo ligero o lo fácil. A mí eso me molesta, porque yo escribo mucho sobre violencia política, sobre temas de memoria histórica, he escrito alguna vez sobre narcotráfico, en una de mis novelas, y tengo amigas que escriben literatura fantástica, otras que escriben desde un intimismo radical y muchas otras escriben de lo político.