De niño le gustaba recorrer las calles del centro de Lima en los días festivos, cuando las casas comerciales colgaban banderas de los países de sus propietarios. A su primo le gustaba la bandera de China; a él, la de Francia. Los niños apostaban cuál de las dos se repetiría más. Siempre ganaba el primo: en Lima siempre hubo más negocios de chinos que de franceses. Tiempo después escribiría que esas banderas eran para él símbolos de un mundo desconocido, al cual lo llevaría el destino al cabo de muchos años.
Podría decirse que desde muy joven Javier Pérez de Cuéllar halló señales del rumbo por dónde se encaminaría su vida. A los 20 años, mientras estudiaba Derecho, entró a trabajar como amanuense a la Cancillería con el propósito de lograr cierta independencia económica. Inicialmente se trataba de un empleo temporal, pero ese mundo lo atrapó. Apenas se graduó, ingresó al servicio diplomático.
A los 26 años, formó parte de la delegación peruana que participó en la Comisión Preparatoria de las Naciones Unidas, en Londres. Allí vio la designación del primer secretario general. Faltaba mucho para que sorprendiera al mundo y se convirtiera, en 1981, en el primer y hasta ahora único latinoamericano en ocupar el máximo cargo del Sistema de las Naciones Unidas.
En el interín transcurrieron más de 30 años de carrera en la diplomacia peruana, tanto en Torre Tagle como en media docena de delegaciones diplomáticas. En 1971 fue nombrado representante permanente ante las Naciones Unidas. Fue como un primer acercamiento.
En diciembre de 1981, en medio de un entrampamiento en la elección del nuevo secretario general, su nombre surgió en los pasillos del edificio de la Primera Avenida. De inmediato, el gobierno de Fernando Belaunde inició una campaña internacional para promover su candidatura. Pero el veterano diplomático, entonces de 52 años, se negó a participar en ella. No solo era un asunto de pudor –"no podía imaginarme a mí mismo con la mano extendida pidiendo votos". Sencillamente estaba convencido de que no podía comprometer su independencia e imparcialidad.
SU PAPEL EN LA HISTORIA
Actitudes como la descrita líneas arriba, constantes a lo largo de su vida, fueron las que convirtieron a Pérez de Cuéllar en una figura de gran autoridad moral en el escenario mundial.
Dirigió Naciones Unidas durante 10 años, entre 1981 y 1991. Tuvo que hacerle frente a la Guerra de las Malvinas, la guerra entre Irán e Irak, la Guerra del Golfo y los conflictos en Camboya, Sudáfrica y Centroamérica. Presenció de cerca el final de la Guerra Fría. No solo fue un testigo privilegiado de la historia. En momentos clave fue uno de sus protagonistas.
En su libro Peregrinaje por la paz (2000) contó que el día en que se sentó a escribir el que creía que sería su último discurso como secretario general, en 1985, sintió que no tenía verdaderos logros que mostrar. Había sido un lustro sacudido por conflictos terribles y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad –Estados Unidos, URSS, China, Reino Unido y Francia– no habían sido de gran ayuda para resolverlos.
Sin embargo, en diciembre de ese año, y por primera vez en la historia, los embajadores de las grandes potencias fueron a buscarlo para pedirle que se quedara un segundo período.
“Siempre estaré agradecido por esta oportunidad, ya que en los siguientes cinco años se alcanzó más progreso del que hubiera imaginado posible”, escribió tiempo después.
Pérez de Cuéllar fue un actor fundamental en la solución de la guerra entre Irán e Irak. La nación de los ayatolas nunca confió en el Consejo de Seguridad y consideró al peruano como su único interlocutor válido en las negociaciones. Fueron largos años de reuniones y viajes a Bagdad y a Teherán y entrevistas con Saddam Hussein y Alí Jamenei. Pudo logró quebrar el punto muerto cuando comprometió públicamente a las potencias a que lo ayudaran en su tarea. En respuesta, Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov se involucraron y ejercieron presión sobre sus aliados de uno y otro bando. Solo entonces, la guerra terminó.
Intervino, también, para tratar de convencer a Hussein de dar marcha atrás a la invasión de Kuwait, en 1991. Se retiró de su entrevista frustrado como pocas veces antes. “La arrogancia triunfó sobre la razón”, escribió en Peregrinaje por la paz. Cuatro días después, Estados Unidos desató su gran poderío militar sobre Irak y en poco tiempo lo forzó a la rendición.
Su último logro fue la paz en El Salvador. Hasta el último día de diciembre de 1991, precisamente cuando se acababa su segundo período, tuvo reunidos a los representantes del gobierno y de la guerrilla. El embajador Álvaro de Soto, su mano derecha en Naciones Unidas, cuenta que al filo de la medianoche hubo que “tapar” el reloj de la oficina con el fin de terminar las negociaciones sin “invadir” el período del sucesor, Butros Butros Gali. El acuerdo se firmó en los primeros minutos del 1° de enero de 1992. Esa madrugada, Pérez de Cuéllar recogió sus cosas y se fue del edificio. A la salida lo abordó un reportero. “¿Cómo se siente?”, le preguntó. “Liviano como una pluma”, contestó.
–Sus mayores virtudes fueron su capacidad de encontrar el punto en el que se hace justicia a las dos partes y su sentido de la oportunidad– dice De Soto desde París, donde reside. –Cuando se estudie el fin de la Guerra Fría, se verá que una parte significativa fue obra suya. Ese es su lugar en la historia.
UN DEBER PATRIÓTICO
Lo que vino a continuación fue renovar su compromiso con el Perú. Una candidatura presidencial, en 1995, de la que no estaba totalmente convencido, pero que asumió como un deber patriótico: había que tratar de devolver el estado de derecho al país, secuestrado luego del golpe del 5 de abril. Perdió –era previsible para todos, incluso para él mismo, tomando en cuenta el poder de la maquinaria fujimorista– y regresó a la vida en París, su segundo (o tercer) hogar.
Pero, en noviembre de 2000, una llamada cambió, nuevamente, el rumbo de su vida. Al otro lado de la línea se hallaba Valentín Paniagua, recién jurado presidente de la República tras la caída de la dictadura. ¿Estaría dispuesto a colaborar con la transición democrática? Pérez de Cuéllar, de 80 años, lo estaba. Al día siguiente aterrizaba en Lima. Y pocas horas después, juraba como presidente del Consejo de Ministros y canciller de la República.
Durante aquellos ocho meses el Perú se reinsertó en en la comunidad internacional. Inició reformas en áreas como la educación y la justicia. Procesó con rigor e imparcialidad a los delincuentes del fujimorato. Fue uno de los períodos más limpios de nuestra historia.
Cuando la transición acabó, Pérez de Cuéllar volvió a París. Pero en 2010, cuando cumplió 90 años, decidió retornar definitivamente al Perú. Tres años después falleció su mujer. Su hija, Pitusa, llegó desde Portugal para quedarse y hacerle compañía. A sus cien años, cumplidos hoy, ya no puede leer, pero sigue escuchando los clásicos de Bach, Beethoven y Schubert que tocaba de niño. Cuando recorría las calles buscando las banderas del mundo.