
Diego Lazarte acaba de publicar su primera novela, Última salida de Palomino. Pero Lazarte se hizo conocido a inicios de los 2000 como poeta y como tal forjó su trayectoria en la que ha explorado distintos registros de expresión. Es decir, nos referimos a un autor que no es nuevo en el ejercicio de la escritura literaria. Novela de espíritu noventero, con muchas voces que se cruzan alrededor de un personaje llamado Kennedy que sobrevive festivamente sacándole la vuelta a la realidad. Esta es una novela fresca, que sin duda alguna oxigena a nuestra narrativa reciente. La República conversó con Diego Lazarte.
-Publicaste tu primer libro de poesía a los 18 años. Recuerdo que te fue bien. ¿Qué recuerdas de esa etapa?
-Recuerdo que pertenecía a un grupo poético sanmarquino con un nombre cortazariano, del cual me expulsaron por maldito y pulular con otros poetas malditos que ahora son profesores universitarios y se paltean cuando les recuerdo su pasado. Recuerdo que la primera vez que visité a Enrique Verástegui con mi grupo, nos enyucó un ensayo para un pasquín que fotocopiamos en papel verde y en Azángaro. Recuerdo que una vez mi madre me gritó furiosa por la insistencia “dice un tal Verástegui que le debes una plata”. Recuerdo, también, que antes era mucho más difícil publicar. Creo que fui uno de los primeros en hacerlo. Ahora todo el mundo se autodetermina poeta por publicar algunos poemillas en Instagram.
-Última salida de Palomino es tu primera novela. No es una novela de poeta en cuanto a lenguaje, pero sí lo es en cuanto a intensidad.
-Felizmente, he superado esa primera valla. Desde luego, mis personajes son intensos como la mayoría de los poetas, porque son jóvenes truhanes. Tanto ellos como los poetas jóvenes, tarde o temprano, aprenderán a usar su astucia para sobrevivir o seguir escribiendo si no quieren ser devorados y escupidos por nuestra ciudad. Creo que sin querer queriendo he aprendido a escribir novela picaresca.
-¿Desde cuándo estabas pensando en incursionar en la narrativa?
-Algo mencioné en la primera entrevista que me hicieron en mi vida, a propósito de los 18 años de la revista Somos, pero ahí todavía era pretencioso y pura boquilla como todo poeta joven. Sí, es cierto eso que “para escribir narrativa debes ser ordenado y constante”. Los poetas no tienen horario y mucho menos tienen la certeza de qué harán mañana con su vida. Tuvieron que pasar casi dos décadas para armarme de valor y enfrentarme a la página en blanco, sin pretextos, ni procrastinaciones. Aproveché la pandemia para foguearme. Antes que nada, armé mi escaleta para guiarme. Por las mañanas escribía todo lo que podía, sin detenerme a pensar si tenía coherencia o no. Por las tardes, leía Dostoievski para nutrirme, y por las noches, corregía aprovechando la tranquilidad de un piso 15.
-Estuviste viviendo varios años en México. ¿Esa distancia de Perú o experiencia, te sirvió como escritor?
-La experiencia vital en México me fue imprescindible para autosugestionarme y creer que mi camino, aunque sinuoso, es el de la escritura. En esa época tuve la suerte de ganar la beca Movilidad artística del Centro Cultural de España, la cual me sacó de los recitales autocomplacientes y la bohemia infértil de Quilca. Durante todo ese viaje pude sobrevivir como poeta, aprovechando los contactos que muy generosamente me dieron Rodolfo Hinostroza y José Ruiz Rosas. En cada ciudad a la que arribaba me recibía algún poeta, solo por el prestigio que da la poesía peruana. Es por eso que pude participar en muchos festivales y encuentros de escritores hasta llegar a Tijuana. De esa aventura pude sacar Los nuevos perros románticos, antología de poesía mexicana que vio la luz hace más de una década y Calaveras Retóricas, poemario que publiqué en 2021, el cual recoge parte de esas aventuras poéticas. Lo que más gané, además de la experiencia, fueron amigos. Todavía tengo una deuda con México y mucho que contar. La distancia temporal seguro me permitirá traducirla en alguna futura novela. Ya no podría lanzarme tan suelto de huesos a la búsqueda de Cesárea Tinajero.
"Última salida de Palomino". Imagen: Difusión.
-En Última salida de Palomino hay una crítica al factor conservador. Hay críticas a los grupos religiosos. Creo que ese es un pretexto para que el protagonista, Kennedy, suelte sus demonios personales. No lo percibo como una crítica netamente a lo conservador.
-Al autodefinir a mi novela como una novela picaresca, dejo que las voces de mis personajes hagan el trabajo sucio y critiquen con sorna no solo a las creencias que les imponen sus padres, sino también a los valores familiares tradicionales, las opiniones políticamente correctas. No quiero sonar como un moralista. Mi madre, al igual que la madre de Kennedy, me arrastró por variopintos cultos y sectas de la ciudad y, como era chico, tuve que apechugar y morderme la lengua. De algo tenían que servirme esos años de tortura. Mi novela puede hablar de la marginalidad de un barrio y de las argucias para sobrevivir de sus habitantes más jóvenes, pero no busca hacer una denuncia social. Nos hemos acostumbrado tanto a la precariedad que podemos abrazar con ternura momentos que para otros serían pesadillas.
-Estamos ante una novela coral, pero ¿cómo se te vino a la mente el personaje Dulcinea? Es un personaje esperpéntico, digno de las películas de serie b.
-Podría afirmar que mi novela es una novela de ritos de paso. De los primeros amores, de los primeros trabajos, de las primeras borracheras en mancha, pero también habla de los primeros desencantos, de las primeras soledades, de la primera vez que te diste cuenta de que si no tienes un sol en el bolsillo tendrás que pasar saliva, pero eso es tan fácil identificarse con mis personajes. Dulcinea es el arquetipo del limeño carismático y palabreador y huachafo en el hablar. Parece un personaje extraído de una serie b, por lo caricaturesco que puede llegar a ser. Su floro sobredimensionado o esa jerga española tan burda que gasta sin discreción, hacen que lo odies o lo ames. Recientemente, me topé con Dulcinea en el cruce de Wilson con Quilca. Me preguntó “¿Qué hora tienes, gilipollas?”.
-La novela refleja muy bien, en sus coordenadas, parte del espíritu noventero.
-Mi novela está ambientada en Lima entre finales de los 90 y principios del 2000. Su espíritu es noventero porque la música que suena en los tonos interminables y con la que bailan mis personajes es el techno (Jessica Jay) y el reggae (Tierra Sur). Además de ello, hay una infinidad de referencias a consolas y videojuegos de esos años. Y evidentemente, la sección de las noticias fake sobre monstruos, marcianos, calatas y descabezados, es de deudora de los diarios chicha más desvergonzados. Pero lo que creo que define a la novela en cuanto a la temporalidad es el lenguaje. La jerga y la replana que usan gratuitamente para insultarse y ponerse apodos los pícaros de Palomino es casi netamente noventera.
-Tu novela es un canto al entretenimiento. Como autor, ¿te hace ruido lo de entretenimiento?
-Si te refieres a que mi novela puede encasillarse en la literatura del entretenimiento en lo que respecta a que pecaría de comercial o ligera, no me hace ruido. Ya que en su momento el Quijote, al ser una novela de aventuras, fue calificado como tal. El asunto está en leerla y ver más allá de lo evidente, en buscar sus otras aristas, su metaliteratura, sus otros registros y especies literarias cultivadas como el ensayo. Creo que Última salida de Palomino apuesta también por la experimentación y los híbridos literarios.
-¿Cómo te ubicas en el contexto actual de la narrativa peruana?
-Creo que hay un agotamiento en cuanto al abuso y al facilismo de ciertos temas que dan prestigio o seriedad a una obra como la violencia política de los 90, la memoria calcada o la burda apropiación de identidades que pueden generar empatía de ciertos grupos. Creo que la narrativa peruana última es muy seriona y eso le resta posibilidades. Creo que Última salida de Palomino se aleja de ello, y si bien mis personajes viven en el contexto de la violencia, han aprendido a vivir en las ruinas y a usar el humor como su mejor arma de sobrevivencia. Creo que, además de ello, he aportado a la cartografía literaria de Lima, al narrar la historia de Palomino, una urbanización clasemediera del Cercado, con cine, bancos, iglesia, licorería, parques y fumaderos: una moderna Santa María onettiana. Otros autores que han aportado al mapeo son: Rafael García Godo (habla del Retablo-Comas), Giovanni Anticona (Lima Norte) y Jhemmy Tineo (habla desde su visión como migrante de Tarapoto). Algo que me pareció curioso es cierto sectarismo y extremismo en jóvenes narradoras, quienes no leen literatura escrita por varones por política y hablan de la identidad amazónica prefiriendo la lectura de autoras extranjeras.
-¿Piensas regresar a la poesía?
-Nunca he dejado de escribir poesía. Solo me he dado un tiempo para reinventarme como poeta. Cuando tenía 18 años, los poetas mayores me decían que escribía como viejo. Estoy abandonando la solemnidad a la que nos hemos malacostumbrado y trato de servirme del humor corrosivo, que es algo un tanto escaso en la lírica peruana. El próximo año publicaré Poetilandia junto al poeta ecuatoriano Kevin Cuadrado bajo el sello Los dos rostros de Jano.

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