Desde la primera oración, el narrador de República luminosa nos anuncia el hecho en torno al que se construirá el resto del libro: treinta y dos niños perdieron la vida en San Cristóbal, un pueblo tropical inventado que creeremos real gracias a la persuasión del narrador. Todo el relato está escrito como una crónica periodística que recopila testimonios, impresiones, habladurías y datos. Dado que el desenlace está anunciado al inicio, lo que interesa será saber por qué pasó esta tragedia. ¿Cómo mueren tantos niños de un momento a otro?
Andrés Barba construye una historia en la que nos cuestionamos la inocencia de los niños, la animalidad de los hombres y la moralidad de una sociedad en crisis. Todos, temas que resultan muy relevantes porque vivimos en una sociedad con niños que llevan armas a las escuelas o ejercen el sicariato, guerras que justifican bombardeos a civiles, o periodistas que consideran que las muertes y torturas de inocentes en manos de las fuerzas armadas no son más que la irreprochable voluntad de un país.
El narrador cuenta los sucesos desde que llegó a San Cristóbal, 22 años atrás, junto con Maia, su mujer, una profesora de violín que nació en este lugar, y que viaja acompañada de su hija. El motivo de su traslado es un ascenso en el Ministerio de Asuntos Sociales, con el objetivo de llevar a cabo un programa de integración de comunidades indígenas. Lo que ocurre después resulta extrañísimo. Una serie de niños comienzan a aparecer en la ciudad sin origen aparente. Pero no son solo un problema por no tener familia, sino porque representan una rebelión frente al orden social y moral que existe en San Cristóbal. Son salvajes: toman supermercados, cometen crímenes y, lo peor, “seducen” a otros niños “civilizados” para que se unan a ellos.
El tema no es otro que el de civilización y barbarie. La barbarie representa al hombre que está guiado más por su animalidad que por el orden moral y racional que requiere toda civilización. Los niños, al tener impulsos inocentemente amorales, representan una suerte de nexo en esta dicotomía clásica de la literatura. Es decir, son seres propensos a actuar por impulsos, a rechazar las normas y a cometer atrocidades. Lo vemos claramente en casos como los niños monstruosos de Mariana Enríquez o de Silvina Ocampo. Pero, en este caso, los niños de Barba se encuentran fuera de toda civilización. Más bien, irrumpen en ella para imponer sus formas. Tienen un propio lenguaje y viven en un mundo subterráneo que coexiste con la civilización sancristobalina. En ese sentido, simbolizan una resistencia al orden social imperante. Naturalmente, la sociedad no está preparada para algo semejante (más cuando se trata de una especie de plaga infantil real-maravillosa que no tiene explicación alguna).
Los niños de las familias civilizadas empiezan a reconocer una mejor vida en las costumbres de sus coetáneos salvajes y se unen a ellos. ¿Por qué? Pues por lo mismo que en el maravilloso cuento Yzur, de Leopoldo Lugones, un mono se resiste a aprender a hablar: lo que creemos valores y herramientas, la moralidad y la razón no hacen otra cosa que reprimir nuestros impulsos y apresarnos en un sistema en el que nuestra animalidad está castrada. Por ello, los niños civilizados de Barba se sienten más atraídos por los salvajes que por la civilización.
¿No es acaso un problema este también en nuestra sociedad? El exceso de moralidad o de intolerancia nos ha llevado a ser una civilización inmensamente represiva, condenatoria y, a su vez, contradictoria.
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Derrida dejó en claro el problema que trae posicionar a lo animal como lo otro, lo ajeno a lo humano. No reconocemos nuestras similitudes con los animales por estar nublados por un exceso de razón y/o moral.
Esto nos lleva a dejar de ver los impulsos que son propios de nuestra especie y a no poder afrontarlos cuando estos florecen. Ese es el caso de República luminosa. Cuando la civilización se ve amenazada por una serie de niños criminales, algo que rompe con lo que esperan de un infante y su “inocencia”, se les convierte en monstruos y se les ejecuta como tales. ¿No existen similitudes entre estas ideas y los problemas que vemos en los colegios cuando aparecen menores con armas amenazando o hiriendo a sus compañeros y profesores? Son preguntas que deja la novela con la que Andrés Barba ganó el Premio Herralde en 2017.
El terror de República luminosa aparece cuando, como diría Freud, “lo que debía permanecer oculto sale a la luz”. Aquella crisis de moralidad y aquella castración del impulso animal en el hombre surge con la fuerza que la represión le otorga y el resultado es sanguinario. Los niños de Andrés Barba son ominosos, siniestros, porque representan una maldad que vive entre nosotros, en la oscuridad de nuestras casas, entre los valores de nuestras familias y entre las normas y juicios morales que nuestra sociedad defiende. Una lectura que resulta muy pertinente para tiempos como los nuestros.