Un escritor, en tiempo de pandemia, empieza a reconstruir la historia de su familia en Buenos Aires mientras cultiva, con pasión de botánico, su jardín. Migró cuando era un niño con sus padres desde un pueblo remoto al sur de Chile. Su memoria cultiva los recuerdos campesinos, pero también evoca la represión y el golpe que derrocó al presidente Allende. Se recuerda niño, y su memoria, que interpola presente y pasado, rescata a sus abuelos Alba y Elías y otras escenas familiares. Es el protagonista de El tercer paraíso, del periodista y escritor chileno Cristian Alarcón, que ganó el Premio Alfaguara de Novela 2022. Alarcón es autor de libros de no ficción como “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, “Si me querés, quereme transa” y “Un mar de castillos peronistas”.
— Es su primera novela, y es un gol, pero no en contra, como el que hizo el niño en la historia que narra en su libro, sino es un gol a favor y vino con premio.
— (Risas) La metáfora del gol en contra es fuerte porque el niño habla de un sobreponerse al fracaso y a la derrota de una masculinidad, de un modo de estar en el mundo que requiere de muchísimo esfuerzo a millones de hombres en todo el planeta, ser varón y cumplir con la norma número uno, que es el éxito. Esa balanza tremenda a la que somos sometidos no solo varones sino también mujeres, pero que tiene una base absolutamente patriarcal que está en equilibrio de éxito y fracaso que condiciona nuestras vidas y nos llevan a veces a ser sujetos despreciables, en la búsqueda de uno o soportar lo otro. El premio es un mimo, una circunstancia feliz que, como toda circunstancia feliz, como todo péndulo, acarrea luego las consecuencias de la propia felicidad que nunca es absoluta.
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— Viene de las veredas del periodismo. Usted ha dicho que el periodismo requiere de poesía…
— Sí, el periodismo requiere de un nivel de creatividad para sobrevivir a la encrucijada en la que están ahora los medios ante la revolución digital. En mi caso, he sido un buscador de libertad creativa militando el periodismo de investigación, periodismo de investigación narrativo con raigambre en nuestra genealogía literaria del siglo XIX, en el enorme caudal de imaginación, aquello que éramos o queríamos ser. Yo reivindico la invención de lo real, como lo llama Susana Rotker en su libro (”La invención de la crónica”), es el derecho que tenemos de fraguar una realidad al calor de nuestras propias experiencias, singulares y vitales, en término de un uso lúbrico, libre y sensual del lenguaje.
— En su novela está el mundo urbano, que trabaja como periodista, pero también está el mundo rural, ahora tratado desde la ficción. ¿Ha compaginado dos géneros?
— Me tenía que llegar en un momento, me tomó demasiado tiempo, quizás. Ya había descubierto cuando terminé “Si me querés, quereme transa”, el libro de los narcos peruanos en Buenos Aires, algunos ex Sendero Luminoso que, cuando hablaba con ellos en la cárcel o cuando hablaba con algunos en las frontera de Argentina y Bolivia, en lugares de temperaturas insoportables y comidas pesadas, lugares que ellos mismos detestaban cuando esperaban sus cargamentos, yo estaba conversando con mis tíos de sus campos del sur de Chile, de mi vivencia infantil, juvenil cerca de ese campesinado que, en algunos casos, se transformó en mano de obra industrial, de las industrias metalúrgicas sobre todo, pero que no dejó nunca de ser culturalmente campesino. En esa ruralidad había un germen a pesar de que yo estaba contando sobre las ciudades.
— En ese sentido, la novela es también el registro de un migrante.
— La migración sigue siendo mi tema. Me siento infinitamente más migrante que exiliado, sigo experimentando el escozor de la frontera cuando la voy a cruzar por más que sea mi quinto pasaporte agotado en infinidad de viajes por todas partes. Los migrantes, cuando vamos a cruzar una frontera, sentimos el malestar de esa indocumentación, de ese no ser de donde fuimos.
— La novela convoca la memoria.
— Es una invocación de lo sagrado, en términos de unos ancestros que se imponen en la novela, porque no los convoca en sí mismo el narrador, que vive un presente de cierta búsqueda espiritual en su afán botánico y que va construyendo en su modo femenino y sutil la posibilidad de la felicidad, sino que no puede sustraerse, por eso no ingresa la novela con la primera persona del narrador sino en una tercera persona, omnisciente, que va a acercarle al lector esas pistas que lo llevarán paso a paso en esos 157 capítulos a la conclusión de que, en definitiva, cuando hablamos de presente y futuro, no dejamos nunca de hablar de lo pretérito y los ancestros.
— Un envío, ruralmente, a los orígenes.
—Sí, aquellos que forjaron nuestros caracteres, los de antes y más antes y aun los más atrás están presentes en nosotros, nos habitan de manera invisible y silenciosas y, otras veces, un poco más evidente nos confunden cuando vamos a tomar decisiones, nos hacen trampas y zancadillas, se ríen de nosotros. Son graciosos, son pícaros, esa picardía que todos tenemos de aquellos que labraron la tierra, que sentimos quienes consideramos que algo de sangre indígena queda en nosotros y siente esa picardía india que nuestros antepasados usaron para sobrevivir.
El tercer paraíso. Foto: difusión
— Hay una comunión con la naturaleza, como esa imagen en la que Alba, de pie, con su polleras, parece un árbol frondoso lleno de frutos.
— Sí, cuando se carga las polleras y se convierten proveedora de lo fértil, proveedora del alimento. La idea de alimento en el cuerpo. Cuerpos que producen alimento, que son alimento. Sí, la función materna de la nutrición, pero ya no por el imperio de la teta, del amamantar, sino de la conexión de lo femenino con la naturaleza. La conexión de nuestras madres, abuelas y tatarabuelas con la tierra, su profundo diálogo con ella, con la lluvia, el viento, con el sol, las estaciones y los cambios que les van enseñando cómo cultivar y cosechar mejor.
—El pueblo Daglipulli es un pueblo a la manera macondiana.
Es una ficción construida en base a un pueblo que existe, que es la Unión, pueblo donde nací y que tiene características similares, pero, francamente, ese cementerio por el que comienza la novela, esa vista que se puede divisar la aldea, no existe como no existe la mayor parte de lo que se narra en la novela. Me da mucha satisfacción y cierta gracia, digamos, cómo uno logra hacer un personaje en la trampa de lo que algunos llaman autoficción. Logra despegarse de la realidad propia para inventar estos territorios en los que hago vivir a mis personajes, también inspirados en lo real, pero tan distinto de lo real.
— El protagonista tiene una pasión botánica. ¿También es la suya?
— Nunca antes me había pasado con un libro del cual yo quisiera seguir hablando. No me pasó con “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” para seguir hablando sobre ladrones; con “Si me querés, quereme transa” para hablar de droga y narcos o “Un mar de castillos peronistas” para seguir hablando de viajes. En este caso sí, ha quedado algo pendiente y es mi obsesión por la relación de botánica y lenguaje. Me parece fundamental visibilizar, y es que así como los imperios europeos nos colonizaron territorial, militar y económicamente, lo hicieron también culturalmente, y una de las estrategias, en el caso de las plantas, fue nombrar todo en latín bajo la nomenclatura nominal de Carlos Linneo y desconocer el nombre de nuestras plantas nativas en nuestras lenguas aborígenes.
— Por otro lado, ofrece una visión inclusiva de Humboldt.
— En mi fantasía, Humboldt tiene una relación homoerótica concretada con José de la Cruz, que es el indígena que lo acompaña a supervisar y cuidar sus instrumentos de investigación. Y está claro por sus cartas y diarios que Humboldt no tenía una relación de amor ni sexo con su compañero Aimé Bonpland, quien luego termina enamorado de una indígena argentina y muere de viejo, en Misiones.
— Ahí tiene otra novela.
!Sí!... en cambio, yo creo que sí debe haber habido un poco de erótica con ese hombre que le custodiaba los instrumentos de medición de la naturaleza que le permitió los grandes descubrimientos. Humboldt es un personaje que me sigue deslumbrando. Me da muchas ganas de encerrarme a revisar no solo todo lo que leí para esta novela sino adentrarme más en la construcción de la sutileza de ese carácter anfibio insaciable ante conocimiento.
— ¿Hubo intención de poner sobre la mesa esa sutileza?
— Es que me sorprendió mucho encontrar esa condición marica en Humboldt que, además, era enamorado absoluto. Siempre estuvo al lado de alguien, siempre tuvo un compañero de viaje, siempre se la pasó divinamente en sus expediciones y quizás más como un ideal amoroso de la búsqueda cuando todo estaba prohibido, en ese permiso que tenía él por pertenecer a la aristocracia alemana y contar con enorme fortuna. Siempre las élites se permitieron los gustos más non santos y él no fue menos que muchos otros y otras. Nadie le podía decir nada porque el tipo no le pedía nada a nadie. Se estaba gastando la fortuna de la madre, qué le importaba.
—Según la novela, vivió de su madre, incluso después de que esta murió…
—Sí, sí, le gastó hasta el último centavo y él murió pobre.
— La novela presenta paisajes humanos nítidos. Eso viene de su cosecha en conocer personajes para sus libros de no ficción.
— Claro, yo hice un aprendizaje muy fuerte de cómo construir personajes reales, que me exigían convivencias intensas y largas en el tiempo. Por ejemplo, la protagonista de “Si me querés, quereme transa” fue alguien con quien pasé más seis años en una etnografía profundísima, etnografía que creo ya no se hace en la antropología moderna. Entonces, al pasar tanto tiempo con los personajes y desbordar las libretas, casetes, la memoria, relatos y testimonios, se producía una situación virtuosa al momento de construirlos porque uno podía hasta editar aquello que le gustaba, para revelar o soslayar y quizás por fue tan potente la idea de reversionar y reinventar a Alba, Nadia, Pedro, Elías y al propio niño de esta novela.
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— Por eso ha dicho que ante estos personajes está más distante que los personajes de no ficción…
— Exactamente, estoy más desapegado de esta familia, que está inspirada en mi propio clan, que de las familias que retraté para mis libros de no ficción.
— En cuanto a estructura, los breves y numerosos capítulos parecieran delicadas escamas adosadas que hacen toda una piel narrativa…
— Qué hermosa imagen, como si se tratara del pelaje de un animal anfibio o de peces. Sí, porque hay un encimarse muy sutil construido en función de la convivencia del lenguaje, sobre todo, producto de una estructura. Es decir, descubro al escribir novelas de ficción esta relación que antes negaba, la estructura y lenguaje. Cómo un edificio determina el material del que está siendo construido.
— La novela ofrece la mirada, por una lado, de una familia conservadora y, por otro, generacionalmente, esta evoluciona en la ciudad.
— Ha habido allí un intento de rescate y al mismo tiempo una negación. No tengo aún claro, quizás es demasiado pronto cómo ha sido la operación literaria con la cual he reivindicado y negado a mi familia al mismo tiempo. Quizás no he podido hacer lo uno ni lo otro, todavía queda pendiente la evolución de mis tíos, de mis primos, porque no he podido regresar al mítico Daglipulli o la Unión. Iba a volver en estos días, pero se suspendió y recién quizás, en octubre, esté yendo. Ayer, cuando estuve a punto de volar de Buenos Aires a Lima, con este cansancio extremo acumulado que significa la gira, sentí ganas de quedarme en mi casa. Pero no, Lima es maravillosa y es una ciudad amada, donde hay gente tan amada por mí, me era difícil y un poco desgarrador tener que quedarme y partir. Con esa conmoción interior, que es consciente, le mandé un mensaje a uno de los tíos, al más joven, diciéndole que le extrañaba y que quería saber cómo estaban. Me respondió con un largo mensaje diciéndome que llovía, que llevan dos o tres meses viendo llover. Que están felices porque los lagos están llenos, los ríos vienen caudalosos, en la cima de las montañas está nevando y está distinto del año pasado que estuve allí escribiendo y todo estaba seco y que el cambio climático amenazaba con un verano tórrido y con quemarlo todo. En este contexto de extinción, su mensaje sobre esa geografía fue pura conmoción y aquí, como ves, me vuelvo a emocionar…
— Ese mensaje lo devolvió al paraíso...
—Sí, está verde, me decía. Todo está verde. Lo añoro y lo sigo añorando.