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Cultural

Homenaje a José Tola

Memoria. Hace unos días falleció el reconocido artista José Tola. Ramiro Llona, su amigo de larga ruta, recuerda pasajes y aventuras de esa amistad cultivada en el arte desde los años escolares.

Por: Ramiro Llona

Está la Historia del Arte, están los maestros, están los colegas.

En 1958 llegaron los hermanos Tola al colegio, al Pestalozzi. Eran tres.

Los días miércoles, que teníamos las tardes libres, los alumnos de quinto de media jugaban fútbol y escogían a un alumno de quinto de primaria para que sea arquero. Era el momento más importante de la semana y lo esperábamos con ilusión y temor de que no nos elijan.

A mí siempre me escogía para su equipo Fernando Tola. Yo le agarré un cariño enorme. Era buena gente, alto, simpático y enamorado.

Un miércoles escogió a otro para su equipo y yo sufrí desconsoladamente.

Había otro Tola que se paseaba por el patio de media a la hora de los recreos cantando “yo torero”, caminando como tal. Yo pensé que era José, pero un día el me aclaró que probablemente era Francisco, el tercero de los hermanos.

En los 60, en plena efervescencia hippie, abrió un bar de leyenda en la calle 28 de Julio, Miraflores, el “Zanzíbar”. Lo manejaba Juancito Cuadros y tocaba El Polen. Tiempos realmente maravillosos de libertad y asombro.

Una noche, un artista argentino hizo una presentación psicodélica, pintaba cuadros en pequeños slides y los proyectaba. Yo aún era estudiante de Arquitectura, me interesó el trabajo y nos hicimos amigos.

La siguiente noche me contó que no tenía dónde dormir y lo llevé a casa. Cuando se fue, me dejó un libro de regalo. Creo que se llamaba 100 poemas de amor y era de Fernando Tola. Lo reencontraba en páginas impresas, en poemas de amor urgentes para mi confusa adolescencia.

Y llegamos a José.

La primera muestra que vi de él fue en la Galería 9, de Élida Román. Eran una serie de pinturas sobre papel, personajes tortuosos y vírgenes de colores apagados, mate. Como si los hubiese pintado con el último aliento, aferrándose a una memoria que desaparece. Me fascinó la exposición y recuerdo interminables conversaciones con mis compañeros de clase acerca de cómo habían sido hechas. Parecían más bien las huellas de imágenes que habían pasado por la superficie.

Era la época que adorábamos a Cuevas y Goya era nuestra luz negra.

Pasaron los años, llegó Fórum, los jóvenes teníamos un sitio donde exponer, una casa.

En una colectiva, José presentó una pintura magnífica. Un personaje arropado con un abrigo de piel de algún animal salvaje, de pronto un otorongo. Estaba muy pintado, muy bien pintado, con las marcas de la brocha y la textura del óleo. Los diáfanos y misteriosos personajes habían quedado atrás. Ahora todo era impulso, afirmación. Vimos la imagen reproducida cientos de veces en la carátula de un libro de Fernando Ampuero.

Y así pasó el tiempo.

A veces nos encontrábamos en la calle, a veces en la galería. Una vez conversamos en algo parecido a una incipiente Feria del Libro en la Diagonal de Miraflores. Recuerdo que me regaló Los cantos de Maldoror.

Otra vez, o ese mismo día, pasó por el taller que tenía yo en la calle Atahualpa a preguntarme algo sobre la técnica de pintar en acrílico. No le interesó. Tenía razón, a principios de los 80 yo también lo abandoné y volví al óleo que tiene un tiempo más lento, más exacto, más poético.

Me fui a Nueva York por años. No recuerdo habernos visto en esa época de exilio voluntario o lo he olvidado. Pero nunca dejé de mirar su trabajo, de seguir su proceso.

Siempre he pensado que el arte nace del arte, del diálogo con la obra de los colegas, y Tola, definitivamente, era mi mejor conversación.

Como le comenté a su hija Casandra: de algún modo nos ha dejado a todos un poco más solos.

Por unos años exhibimos en la misma galería y era interesante ver las paredes con sus trabajos y en otro momento con los míos, en el mismo espacio. Dos idiomas diferenciados. Dos lenguajes pictóricos. Dos pintores.

Hace unos años de casualidad coincidimos en el Cusco. Él tenía una exposición y yo iba de paseo. Nos vimos todos los días e hicimos cosas juntos, la pasamos muy bien. Nos tomamos unas fotos donde la palabra PERÚ en neón estaba detrás de nosotros, enmarcándonos.

Para mí, el punto más alto de ese viaje fue una charla que tenía que dar José al día siguiente de la inauguración. En la preciosa capilla de un hotel y ante un público muy formal de profesores e igual de informal de alumnos, José se paró en el estrado y empezó a leer un texto que me contó había escrito la noche anterior.

A los pocos minutos declaró “no puedo” y ante el asombro de la concurrencia se bajó.

Una nerviosísima secretaria se subió y a tropezones trató de leer. No entendía nada, ni la letra ni lo que decía.

De pronto paralizada por su incomprensión se calló.

Fue un momento perfecto.

Miré a José y le dije: ¿quieres que yo lo lea? Sí, me contestó.

Hay que tener en cuenta que mi pánico escénico era tan grande o mayor que el de José. Pero era su texto así que lo leí.

Lo leí de corrido, lo imaginé, lo disfruté, lo hice mío sin problemas. En un momento le añadí, como si fuese José: “ escribí esto para que lo lea Llona porque a mí me llega leer”.

José se rio a carcajadas y me dijo: ya baja, ya está bien.

No le hice caso, no podía parar.

Quería seguir leyendo ese texto sobre pintura y la creación que podríamos haber escrito juntos.

Al final nos aplaudieron y me pidieron que lo acompañe a contestar preguntas.

Me di cuenta de que tenía que hacer de traductor, de embajador, de bombero y otras cosas mientras los profesores se escandalizaban y los alumnos deliraban con la irreverencia de José.

Terminada la charla y el protocolo, salimos al sol cusqueño y la gente, aún impresionada por lo que acaban de presenciar, preguntaba, ¿cuál es Tola, cuál es Llona?

“El mayor con la esposa joven, el vestido de negro, el que tiene barba, el canoso, el que leyó...”.

Como espejos paralelos participábamos en el juego. Éramos los dos uno solo.

Me encantó ser Tola por unas horas.

Lo voy a extrañar y como le dije a Casandra, repito, nos ha dejado a todos un poco más solos.