El hijo que habla desde la fosa: el caso de Lucmahuaycco, Cusco
Alberto Salas Quintanilla tenía 28 años cuando una patrulla lo interceptó, torturó y asesinó en 1984 en Lucmahuaycco. Hace dos años, la Fiscalía lo halló en una fosa común. Este caso fue llevado a la justicia, pero los acusados acaban de ser absueltos.
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Escribe José Víctor Salcedo Ccama
Sentada en una silla, Fidelia Quintanilla de Salas mira en silencio un pequeño un osario. Tiene los ojos perdidos. La boca en puchero. Como si recordara los años que pasó buscando a su hijo, Alberto. La búsqueda terminó la mañana del 25 de abril de 2025, cuando recibió ese pequeño ataúd con los huesos de su hijo. Es blanco y está debajo de un crucifijo y de un Jesús con los brazos abiertos. Encima, dos fotografías de Alberto en blanco y negro; adelante, un arreglo de flores rojas, amarillas y blancas; adentro, huesos: fémur, peroné, tibia, radio, cúbito, cráneo… Lo que antes había sido un hombre.
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Alberto Salas Quintanilla tenía 28 años cuando lo asesinaron. Fue el 26 de noviembre de 1984 en Lucmahuaycco, selva del Cusco. Fue interceptado por una patrulla de la Guardia Civil y militares. Según el fiscal Iván Soto Pareja, fue interrogado y torturado en Hatumpampa. Le preguntaron si sabía de senderistas en Inkawasi. Años después, Victoriano Camiña Oscco, guía de los guardias, contó que el joven fue asesinado en el poblado de Pomabamba. En el Perú de los ochenta, cualquiera podía ser asesinado o desaparecer sin más.
Fidelia lo buscó día tras día. Se le fueron los años en esa búsqueda desesperada y sin descanso; se le murió su esposo, Jacinto Salas Andrade; la cara se le llenó de surcos; las manos, de arrugas; el corazón, de tristeza. Soñaba con volver a oír a su hijo: “¡Ya estoy de vuelta, mamá Fidelita!”. Durante esos años, volvía a casa, y Alberto, el primero de nueve hijos, no estaba para darle un abrazo o decirle “buenas tardes”.

La señora Fidelia Quintanilla esperó a su hijo Alberto Salas por más de 40 años. Lo hallaron en una de las fosas. Foto: José Víctor Salcedo
Eran tiempos de muerte
En los ochenta Sendero Luminoso había iniciado la “lucha armada” con la que pretendía tomar el poder. Una guerra de dos décadas que hizo chapotear al país en sangre. Fueron años en los que terroristas, policías y militares asesinaron a sesenta y nueve mil personas. Desaparecieron a otras; enterraron sus cuerpos en fosas comunes. Eran tiempos en los que se mataba con la misma convicción en nombre del comunismo que en nombre del Estado. Tiempos en los que, en pueblos alejados y pobres, tanto un terrorista como un policía y un militar eran vistos como el cuco.
Días en que, según los abuelos, los niños eran arrullados por historias de hombres encapuchados y armados que hacían vivas al presidente Gonzalo, el terrorista Abimael Guzmán, y amenazaban con matar al que se les opusiera. O de guardias civiles y soldados, armados, que entraban a patadas a las casas en busca de terroristas. Uno y otro amenazaban a la gente para que no colaborara con el “enemigo”.
Testigos y documentos hablan de que los senderistas entraron por primera vez a Lucmahuaycco en 1982. Con metralletas, revólveres y municiones, asaltaron el puesto de la Guardia Civil de Huayrapata. Mataron a un guardia e hirieron a otro.
Después se dedicaron a adoctrinar campesinos. Fue entonces que comuneros de Incawasi, Choquetira, Amaybamba y Jatumpampa se organizaron en comités de autodefensa para enfrentarlos. Sabían que por hablar en contra de Sendero podían morir. Angélica Huamán, por ejemplo, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), fue asesinada en la cancha deportiva de Lucmahuaycco, frente a unos jóvenes. Dijo, una vez, que Sendero era malo. A lo largo de varias semanas asesinaron a diez en Lucmahuaycco y a otros en poblados vecinos.
Incansable búsqueda
Alberto trabajaba en una imprenta del Cusco. Sabía arreglar máquinas. Era árbitro. Cuando cerró la imprenta, un amigo lo llamó para que trabajará arreglando máquinas de café en una hacienda de Lucmahuaycco. Iba y venía. La última vez fue para el matrimonio civil de sus padres. Después del festejo, se fue al poblado y no regresó más. Tres meses después empezaron a buscarlo. . “Mi papá iba y venía de la comisaría. Era raro que mi hermano no volviera”, recuerda Magdalena, hermana de Alberto.
Jacinto Salas Andrade, su papá, presentó la denuncia en la comisaría. Iba casi todos los días a preguntar por alguna novedad. Una vez -le contó a su esposa e hijos- un policía le preguntó adónde se había ido Alberto.
-A Lucmahuaycco- respondió.
-Ya estará muerto, señor, ya no busque. Ha habido mucha muerte.
Con los meses, y luego los años, creció la desesperanza. Fidelia, Jacinto y Magdalena acudieron a esas personas que leyendo hojas de coca o echando los naipes podían ubicar a desaparecidos. A veces les decían que estaba lejos. Otras veces, que estaba cerca, mirándolos, pero sin poder acercarse. Una vez, que estaba en un hueco del que no podía salir. “Tantas cosas puede significar un hueco”, dice Magdalena. Los Salas pensaban que quizá estaba preso o que, por un accidente, había perdido la memoria. Algún día, decían, saldría libre o recuperaría la memoria. Y volvería.
Mataron y quemaron a 7 pobladores
Lucmahuaycco estaba todavía a oscuras aquel 26 de noviembre de 1984. La gente dormía cuando guardias civiles, soldados y ronderos entraron a las casas y detuvieron a los pobladores. Ronderos de Incawasi, poblado vecino, habían denunciado que una columna senderista, liderada por Lucio Orozco, estaba en ese pueblo. Que los comuneros integraban esa columna. Esa denuncia condujo a los efectivos de la 44 Comandancia de la Guardia Civil y a militares al lugar. Iban acompañados por ronderos.
Lucmahuayco fue el último acto de un operativo que había comenzado días antes. Al poblado llegaron en la madrugada. “Era domingo en la mañanita”, recordó un testigo ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), “los sinchis con los ronderos aparecieron por arriba”.
Entraron casa por casa. Los soldados y guardias civiles portaban armas de fuego; los ronderos, cuchillos y palos. “Nadie podía escapar, te baleaban si lo intentabas”, contó otro testigo a los investigadores de la CVR. Dijo que Daniel Arroyo, Victoria Pahuara Pacheco, Gregorio Díaz Pacheco y Máximo Rivas Pahuara murieron tratando de escapar.
De camino a Lucmahuaycco, según la CVR, mataron y quemaron a siete pobladores de Vacachacra. Fabián Díaz Cusi encontró en su inmueble los cuerpos atados de pies y manos, apuñalados y quemados. Eran Pedro Casa Saca, Fabián Salcedo Coronado, Silvio Delgado Moraya, Fabián Cruz Pepa y Marcelo Díaz Cusi. Ese día terminó con 34 asesinados; sus cuerpos fueron enterrados en fosas comunes. Tiempo después, las autoridades hallaron las fosas: dos en Vacachacra, dos en Milhar y dos en Pintocc.
Absolvieron a los culpables
La primera búsqueda -la de los cuerpos- terminó en abril. La otra -la de justicia- se ha complicado. Hace poco, la Tercera Sala Penal Superior Nacional Liquidadora Transitoria absolvió por segunda vez a policías, soldados y ronderos. Juan José Quispe, abogado del Instituto de Defensa Legal (IDL) que representa a las víctimas, recordó que “el tribunal no valoró todas las pruebas y decantó por la absolución”.
En el caso de los militares, el tribunal ignoró el testimonio clave del coronel Roque Yupanqui Salaverry Pereyra, jefe del operativo y asesor del Comando Político Militar. A los policías los absolvieron con declaraciones tomadas a detenidos acusados de terrorismo en Lucmahuaycco, sin intérprete, sin abogado y frente al jefe de inteligencia y uno de los que ejecutó el operativo. El tribunal ignoró las recomendaciones de la Corte Suprema, que en 2018 ordenó un nuevo juicio y sugirió al nuevo tribunal, entre otras cosas, valorar los testimonios que ubicaban a los militares en la escena y confrontar a policías y soldados con los testigos.
Nada de eso ocurrió, según Quispe. El tribunal argumentó que había pasado demasiado tiempo. Tampoco se aceptó la identificación de los restos mediante peritajes antropológicos, a pesar de que el Protocolo de Minnesota y del Ministerio Público, de 2016, reconocen ese procedimiento como válido, junto a las pruebas de ADN. “El tribunal dijo: ‘Solamente vamos a tomar validez a las pruebas de ADN, porque les generaban mayor fiabilidad’”.
La sentencia ha sido apelada con un recurso de nulidad ante la Suprema. “Si confirma la sentencia -explica Quispe-, el proceso termina, y tendríamos 30 días, desde la notificación, para acudir al sistema interamericano”.
Uno de los ex policías, Luis Alberto Laguna Ramírez, está actualmente siendo investigado por integrar la organización criminal 'Los Bad Money', dedicada a los préstamos 'gota a gota' en La Convención. Según la Fiscalía, Laguna Ramírez, alias 'Luis', era el financista de esta mafia, que fue desarticulada el 19 de mayo pasado. Alias 'Luis' fugó de la justicia.
Cuarenta años en una fosa
El cuerpo de Salas Quintanilla permaneció en una fosa 40 años. En casa de su familia todo quedó suspendido en el tiempo. Nadie se atrevía a mover nada. Fidelia y Magdalena esperaban que un día cualquiera volviera.

Las víctimas identificadas en el caso Lucmahuaycco, de noviembre de 1984, fueron entregadas en abril último a sus familiares. Foto Ministerio Público.
Hace dos años, la Fiscalía halló las fosas comunes en Lucmahuaycco. y avisó a las familias. Al principio, la familia de Alberto no sabía si alegrarse o entristecerse; había pasado tanto tiempo que era difícil asimilarlo. Se sintió el mismo desconcierto que el día en que desapareció.
Magdalena y cuatro de sus hermanos viajaron a Lucmahuaycco. A una hora del poblado encontraron una fosa, no muy profunda. Los forenses cavaron para recuperar los restos, mientras los recuerdos se removían, como de una tierra eriaza, en la mente de la familia Salas.
En una fosa hallaron los restos de un varón. No estaban seguros todavía, pero todo indicaba que pertenecían a Alberto. Magdalena vio cuando sacaban zapatos, medias, un pedazo del elástico de un calzoncillo y retazos, posiblemente de una chompa. No se sabía si la ropa se había desintegrado con los años o si el cuerpo había sido enterrado semidesnudo. El esqueleto estaba completo; solo faltaba la mano derecha. Se presume fue devorada por un animal. El cráneo tenía un agujero de bala en la sien.
“Encontrarlo así —dijo Magdalena— ha sido más doloroso que no saber dónde estaba. Cuando está desaparecido, por lo menos uno tiene la esperanza de que algún día regresará”.
Con el tiempo, los peritos de la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas identificaron once restos óseos: ocho adultos y tres niños. Ya no eran solo huesos. Por fin tenían nombre y apellido: Ignacio Pahuara Lima, Herminia Pacheco Rimachi, Víctor Pahuara Pacheco, Juan Pahuara Pacheco, Elisabeth Pahuara Pacheco, Jesusa Sánchez Chacas, Victorino Delgado Chacas, Pablo Ramírez Bazán, Francisco Ramírez Gutiérrez, Pablo Alarcón Vargas y Alberto Salas Quintanilla. Todavía quedan veintitrés restos sin identificar.
De vuelta, en casa
Los identificados fueron entregados a sus familias el 25 de abril. Antes hubo misa en la Basílica Catedral del Cusco. La ceremonia de entrega fue discreta, sin medios presentes, como si se tratara de un asunto menor. Cada familia llevó el pequeño ataúd a su casa.
El de Alberto llegó primero a casa. Después, al cementerio de La Almudena, en la ciudad del Cusco. Recibió, por fin, cristiana sepultura. A partir de ese momento, ya existe un lugar donde visitarlo, rezarle y hablar con él. El hijo, el hermano, el amigo reaparecido; testimonio de una época. Uno de los muertos indóciles a los que se refiere la escritora mexicana Cristina Rivera Garza: cadáveres que abandonan su silencio, que comienzan a hablar, que nos obligan a recordar y que no nos dejarán en paz hasta que haya justicia.
Registro de víctimas
Se piensa en los años ochenta como algo del pasado. No es así. A la oficina del Registro Único de Víctimas (RUV) siguen llegando víctimas de la violencia. Llegan personas torturadas, heridas, violadas o desplazadas.
El RUV queda en la sede de la Gerencia de Inclusión Social del Gobierno Regional del Cusco, en Wanchaq. Rocío Sarmiento, encargada de la oficina, recibe a las víctimas. Recibe las solicitudes, arma expedientes y, una vez que todo está en regla, las envía a Lima para la aprobación del certificado de víctima. Ese certificado reconoce la calidad de víctima de una persona. Al portador le sirve para tener seguro médico, beca de estudios para sus hijos o nietos, compensación económica en caso de violaciones y desapariciones forzadas, y vivienda para los desplazados.
El RUV, conocido como Libro Primero, registra los nombres de las víctimas que aparecieron después de años: personas que temían ser asesinadas si hablaban. La mayoría son de La Convención, Paruro, Chumbivilcas, Canas y Espinar.
Roció conoce historias de víctimas: como la de una mujer que había sido abusada por varios soldados a los diez años y no quería que su hijo se enterara de que era producto de una violación; o la de aquella que vio cómo los senderistas asesinaron a su padre. Le cortaron la boca de las comisuras hasta las orejas, le arrancaron la lengua de un cuajo, le sacaron los intestinos, le aplastaron la cabeza con tal fuerza que sus ojos se salieron de sus órbitas y, al final, lo dejaron morir.
Desde su creación, en 2017, el RUV ha registrado 7,000 nuevas víctimas y colabora en la búsqueda y entrega de restos de desaparecidos, como el de Alberto Salas Quintanilla.



















