"El relato se va volviendo más sórdido y perturbador. Un día, en la combi que manejaba Daniels, el sodálite le pidió que se baje los pantalones".,Álvaro Urbina nació en Lima y actualmente tiene treinta y siete años. Ha vuelto a vivir al Perú luego de largo rato de permanecer en el extranjero. Hacia fines del 2015, cuando residía en Colonia, Alemania, de casualidad, procrastinando en internet, se topó de súbito con una noticia que le impactó sin contemplaciones: Los abusos del Sodalicio. Acto seguido, le explotó en la cara un post del exsodálite Martín Scheuch, quien, curiosamente, también estaba en Alemania, el cual daba cuenta de un personaje al que Álvaro conoció y padeció cuando era un chiquillo que apenas rozaba los catorce años y estudiaba en el exclusivo colegio Markham. El personaje de marras era Jeffery Daniels Valderrama, uno de los pervertidos sexuales seriales del Sodalicio de Vida Cristiana, señalado en la investigación periodística Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015) y en el portal de Scheuch por distintas personas como un depredador de menores. Daniels, como luego aceptó y confesó el propio superior general de esta organización católica, Alessandro Moroni, “cometió abusos que se descubrieron” hace más de dos décadas (El Comercio, 21/10/15). Este sodálite fue encubierto durante tres años por la sociedad de vida apostólica peruana y jamás se le denunció. Actualmente vive en Antioch, en el Estado de Illinois, en los Estados Unidos. Jeffery Daniels fue reclutado por el Sodalitium cuando estaba en tercero de secundaria en el colegio Santa María Marianistas, a comienzos de los ochentas. Tenía entonces quince años y pertenecía a la promoción XLIII del mencionado centro de estudios ubicado en la avenida La Floresta, en el distrito de Surco. Al finalizar la escuela, Daniels ingresó como aspirante al movimiento fundado por Luis Fernando Figari y se convirtió, como varios otros, en una persona cercana a Germán Doig Klinge (1957-2001), quien fue el vicario general y candidato a ser el sexto beato del santoral peruano, cuya doble vida sexual fue destapada el 1º de febrero del 2011, por Diario16, dirigido entonces por Juan Carlos Tafur. Pero a lo que iba. Álvaro Urbina, luego de salir del angustioso shock, tomó contacto con el exsodálite Martín Scheuch, y este lo derivó con Paola Ugaz, coautora de Mitad monjes, mitad soldados y con quien iniciamos en marzo del 2016 una serie de reportajes investigativos en este diario sobre las barbaridades descomunales del Sodalicio. Pao le pidió una entrevista, y Álvaro aceptó contar su historia a cara descubierta y dando su nombre y apellido (La República, 20/3/16). En ella relata cómo conoció al Sodalicio, a inicios de 1996, en el Centro Pastoral que posee esta fundación católica en San Borja. Y describe cómo fue su primer contacto con Daniels, el líder sodálite de los “chicos problema”. Las necesidades de pertenencia y de significación y de reconocimiento de este adolescente, cuyos padres se acababan de separar, propició que se enganchara en esta agrupación católica que lo acogió con entusiasmo. “Caí como una piedra en el agua”, le dijo a Pao. Y luego detalla las dinámicas y métodos de captación, el uso del afecto y del aprovechamiento de la confianza como técnicas de seducción, cocteleando todo ello con citas bíblicas y frases de Jesús y la importancia de formar parte de un grupo de élite como el Sodalicio, elegido por dios para cambiar el mundo. El relato se va volviendo más sórdido y perturbador. Un día, en la combi que manejaba Daniels, el sodálite le pidió que se baje los pantalones. “Para probarle que confiaba en él y que él confiaba en mí”. Urbina lo hizo. Porque Jeffery Daniels se había convertido en su mejor amigo, en su consejero espiritual, en una figura paterna sucedánea. “Me bajé los pantalones, me miró un rato, me cogió el pene por un momento y lo miró como si fuera un doctor, un científico, y yo lo dejé”. En los siguientes encuentros, adivinarán, la cosa pasó a mayores. Pues bien. El testimonio de Álvaro ha inspirado la obra San Bartolo que puede presenciarse en el Teatro La Plaza, en Larcomar. Si me preguntan, vayan a verla. Porque es imperdible. Y agradézcanle, eso sí, a Álvaro Urbina por los cojones que ha tenido al querer compartir su historia. Tenía todo el derecho de guardársela. Como ha sido la respetable decisión de otros, que han preferido el anonimato. Pero él siente que rompiendo el silencio ayuda a su curación. Créanme, San Bartolo removerá más de una conciencia, particularmente la de aquellos padres de familia que suelen endosar la educación de sus hijos a personas que consideran “moralmente superiores” o “éticamente intachables”, ya sea porque un alzacuellos adorna su vestimenta o porque una comedida cruz luce adosada a la solapa de su saco azul.