Personajes como el cardenal Cipriani y sus entrañables amigos ultramontanos, como el neocatecumenal Javier del Río o el sodálite José Antonio Eguren son más bien de los que aspiran a que la iglesia desborde la esfera de lo privado para infiltrarse en el Estado e imponer sus particulares credos a la sociedad entera. ,Estaba revisando algunas columnas antiguas de Mario Vargas Llosa y me topé con una que escribió cuando se encontraba descansando en el sereno y reposado lago Fuschl, ubicado en Salzburgo, Austria, en el año 1995. El texto le ponía el foco a una noticia publicada en Alemania. En resumen, la historia era sobre una pareja de discípulos del filósofo austríaco Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía y la denominada educación Waldorf, que, desde una aldea extraviada de Baviera, interpuso una acción ante el Tribunal Constitucional Federal, en Karlsruhe. La demanda alegaba que los tres pequeños hijos de dicho matrimonio habían quedado “traumatizados” al contemplar todas las modalidades de Cristos crucificados que estaban obligados de ver a diario, colgados en las paredes de la escuela pública a la que asistían. Lo inusitado acá, porque este tipo de acciones legales y debates se han dado en muchas partes, es que el alto Tribunal, cuyas decisiones son inapelables, acogió la querella. Su presidente, Johann Friedrich Henschel, un encumbrado jurista, y los ocho magistrados que integraban dicha instancia fallaron entonces a favor del reclamo de los padres de familia. Al caso se le denominó como “El juicio del crucifijo”. Para mitigar la cosa y transar en una suerte de punto medio, la escuela bávara propuso cambiar los dramáticos crucifijos por cruces más sencillas y planas, como para suavizar la cosa, ya lo dije, y así “destraumatizar” a los niños. Pero el juez Henschel y sus magistrados no retrocedieron ni un milímetro. Y ordenaron al Estado de Baviera que retirara cruces y crucifijos de todas las aulas pues “en materia religiosa el Estado debe ser neutral”. El Tribunal, anotaba Vargas Llosa, matizó esta sentencia estipulando que solo en caso de que hubiera unanimidad absoluta entre padres de familia, profesores y alumnos podría una escuela conservar en sus aulas el símbolo cristiano. Y el Nobel añadía un dato que no deja de sorprender. El Estado de Baviera era en esos momentos un baluarte del conservadurismo político y la iglesia católica era fortísima. Al punto que más del 90% de los 850 mil escolares bávaros pertenecían a familias practicantes. La oposición no se hizo esperar ni un segundo. Theo Waigel, líder de la Unión Social Cristiana puso el grito en el cielo y señaló que un fallo así relegaba a un segundo plano los valores establecidos y los ponía en peligro. El arzobispo de Munich, Friedrich Wetter, salió a los púlpitos y a los medios incitando a la desobediencia civil. “Ni siquiera los nazis arrancaron las cruces de nuestras escuelas”, dijo histriónicamente. Las encuestas tampoco esperaron mucho para hacer su aparatosa exhibición de números, según los cuales el 58% condenaba la sentencia del Tribunal Constitucional y solo el 37% la aprobaba. Muy pocos políticos alemanes defendieron la resolución. La mayoría prefirió callar, aparentemente. O mirar hacia el techo. O para el costado. O ponerse a silbar. Da igual. En cambio, Mario Vargas Llosa, “desde las tonificantes aguas frías del lago de Fuschl”, sin que le pregunten, fijó su opinión sobre el tópico en el comentado artículo. A favor del fallo, obvio. “No porque tenga el menor reparo estético contra crucifijos y cruces o porque albergue la más mínima animadversión contra cristianos o católicos. Todo lo contrario. Aunque no soy creyente, estoy convencido de que una sociedad no puede alcanzar una elevada cultura democrática –es decir, no puede disfrutar cabalmente de la libertad y la legalidad– si no está profundamente impregnada de esa vida espiritual y moral que, para la inmensa mayoría de los seres humanos, es indisociable de la religión”, escribió. Y más adelante enfatizó sobre la necesidad de que el Estado preserve su carácter secular y laico. Porque si el Estado se inclina hacia cualquier credo, más pronto que tarde la democracia se verá afectada. Porque ninguna iglesia es democrática. Y porque la religión es un derecho individual y una actividad privada, y no un deber público. “El catolicismo no vacila un segundo en imponer sus verdades a como dé lugar y no solo a sus fieles, también a todos los infieles que se le pongan a su alcance”, subrayó. Claro. Esto en el Perú sigue siendo una entelequia. Pura teoría, digamos. Porque, lamentablemente, personajes como el cardenal Cipriani y sus entrañables amigos ultramontanos, como el neocatecumenal Javier del Río o el sodálite José Antonio Eguren son más bien de los que aspiran a que la iglesia desborde la esfera de lo privado para infiltrarse en el Estado e imponer sus particulares credos a la sociedad entera, aunque ello suponga arrollar la libertad de los que no pensamos como ellos.