A mi generación le ha tocado atestiguar el lento tránsito desde el machismo más arcaico hasta la actual situación de denuncia y toma de conciencia.,Eyvi Liset Ágreda Marchena viajaba en un autobús hacia Chorrillos. Pasaba por el cruce de 28 de Julio con Paseo de la República cuando un sujeto encapuchado se le acercó, sacó una botella de yogur y la roció con la gasolina que llevaba. De inmediato le prendió fuego, echó más combustible para azuzar las llamas y huyó por la puerta trasera del vehículo. Los bomberos evacuaron a Eyvi al hospital Casimiro Ulloa. La joven presentaba quemaduras en el 60% de su cuerpo y deberá ser operada al menos diez veces. Desde hacía semanas venía siendo acosada por Carlos Hualpa, un ex compañero de trabajo que la seguía, le enviaba mensajes, la hacía vivir en un estado de permanente zozobra. Acogiéndose a la confesión sincera, Hualpa reconoció su delito. Según su abogado, su propósito era desfigurar a Eyvi; según la hipótesis de la policía, lo hizo porque ella no había accedido a iniciar una relación con él. Mientras esto ocurría en Lima, la Audiencia Provincial de Navarra (España) evacuó su esperada sentencia por el caso de «La Manada». Así se hacía llamar un grupo de cinco salvajes que conocieron a una chica mientras participaban en las fiestas de los sanfermines de 2016. Cerca de las tres de la mañana, los seis salieron a caminar por los alrededores de la Plaza del Castillo de Pamplona. Un rato más tarde, introdujeron a la muchacha a un portal donde la arrinconaron y le hicieron sostener relaciones sexuales con los cinco, mientras se grababan con sus teléfonos celulares. Ante la justicia, la joven declaró que cuando descubrió lo que estaba por ocurrir, se sintió «impresionada y sin capacidad de reacción». Aunque todos estos hechos estaban probados, los jueces navarros consideraron que el hecho no constituía violación. Condenaron a los cinco miembros de «La Manada» a nueve años de cárcel por abuso sexual, porque no apreciaron que hubiera existido violencia o intimidación. Según la jurisprudencia española, para que ocurra una violación debe estar antecedida por una agresión física que doblegue la voluntad de la víctima. Esta lógica es la que impera hasta ahora y está en entredicho por sus espeluznantes consecuencias: si ante una amenaza sexual, una mujer evita defenderse para no poner en riesgo su vida, su agresor es menos culpable. Por mucho que se haya avanzado, los casos de Eyvi Ágreda y «La Manada» son la prueba de que, a la hora de tomar conciencia, visibilizar los atropellos y condenar los maltratos, seguimos viviendo en una sociedad patriarcal y caduca, que durante los siglos se dedicó a normalizar los abusos, violaciones, menosprecios y postergaciones sufridos por las mujeres en un mundo hecho a la medida de los gustos, necesidades y caprichos de los hombres. A mi generación le ha tocado atestiguar el lento tránsito desde el machismo más arcaico hasta la actual situación de denuncia y toma de conciencia. Ejemplos como la respuesta del ex vicepresidente Luis Giampietri, quien ante unas críticas de Marisa Glave dijo que, si no dejaba ese tipo de comportamientos, tendría «que contestarle como hombre y a los hombres se les contesta de otra forma», muestran cuánto nos queda aún por avanzar en la búsqueda de una sociedad igualitaria y mínimamente respetuosa. Durante estos años, ha quedado claro que las feministas (que solían ser objeto de burla o sospecha, como lo fueron las sufragistas inglesas de principios de siglo XX) siempre tuvieron la razón. A estas alturas, a los hombres nos toca reconocer esta realidad y comenzar a cambiar, desde nuestras casas, nuestros trabajos, donde sea.