Ante las recientes revelaciones, básicamente provenientes de Brasil, referidas a la participación de políticos y empresarios en sofisticados esquemas de corrupción, algunos comentaristas han esgrimido el argumento de que no todos los casos son iguales, que no es justo generalizar o equiparar situaciones. Por supuesto, todos los casos son muy diferentes, y resulta útil distinguirlos. Existen por ejemplo los corruptos oportunistas de poca monta: actores diversos que “aprovechan” oportunidades que se presentan, que suelen actuar con bastante desprolijidad. Pero están también los corruptos más sofisticados, actores que tienen relaciones más estables con el Estado. Para que estos esquemas funcionen se requiere discreción, cierta disciplina, cumplir con ciertos procedimientos. Por ejemplo, el llamado “club de la construcción”. Los primeros manejan montos menores, pero son muchos más, están más expuestos y tienen un gran efecto negativo sobre la moral pública; los segundos roban muchísimo más, pero están más cubiertos ante el gran público. Entre los políticos, más específicamente, están quienes participan en esquemas de corrupción por pura vanidad y ambición personal: son los que luego compran yates y su consumo suntuario los delata. Otros entienden la política como una extensión de sus negocios, más ahora que ante la crisis de los políticos profesionales muchos empresarios, en muy diversos rubros, participan directamente en la política. Pero están también los políticos más ideológicos, que todavía los hay, que entran a la política principalmente para defender ciertas ideas y causas, pero que derrapan hacia esquemas de corrupción. Algunos terminan usando la ideología como disfraz para el enriquecimiento personal; en el mundo de la derecha se resbala siguiendo la pendiente de la promoción de la economía de mercado, hacia negocios específicos. Desde la izquierda se cae como consecuencia de una retorcida noción de justicia redistributiva (si la derecha lo hace, ¿por qué no lo puede hacer la izquierda? Si ellos disfrutan del poder, ¿por qué no nosotros?). Acaso el ejemplo emblemático latinoamericano de esto es la famosa “piñata” al fin del gobierno sandinista en Nicaragua. Hay otras formas de corrupción más “principistas”, si cabe el término: asegurar recursos para la sobrevivencia política. El dinero robado al Estado no va necesariamente al patrimonio de los líderes (que pueden argüir que son austeros y modestos), sino a un fondo para financiar campañas o actividades partidarias. Acaso el caso emblemático de esto sea el de Agustín Mantilla recibiendo dinero de Vladimiro Montesinos. Entre los corruptos hay muchas formas de minimizar el daño de la misma y vivir con la conciencia tranquila: en ocasiones la justificación es ideológica (“no es para mí, es para el partido”); en otras práctica (“el soborno lo paga un privado, no el Estado”; o “me cae algo pero proveo un buen servicio”); en otras naif (“si todos lo hacen, ¿cuál es el problema?”; o “lo mío no es nada comparado con otros”). Así, si bien es cierto que no todas las formas de corrupción son iguales, la realidad es que se puede hacer daño al país de múltiples maneras. Visto el asunto más globalmente, tomamos conciencia de que el auge económico con instituciones débiles y sin actores mínimamente constituidos de los últimos años dejó un saldo de descomposición moral que afectó al conjunto de la elite del país. Afortunadamente, a diferencia de otros periodos de la historia, no nos dejó además arruinados económicamente. Y hay una ola de indignación ciudadana que no debemos desaprovechar.