
A propósito del Día del Migrante ayer 18 de diciembre, cabe recordar que la migración ha sido el primer “internet” de la humanidad: mucho antes de los cables submarinos y la fibra óptica, fueron los cuerpos y las ideas en movimiento los que abrieron ventanas al mundo. Personas que se desplazaban llevaban consigo lenguas, técnicas, símbolos y preguntas; conectaban culturas que de otro modo jamás se habrían encontrado. Cada ruta migratoria fue, en su momento, una red de datos vivos: maestros, artesanos, comerciantes y guerreros intercambiando conocimiento, afectos y poder.
Cuando los sabios bizantinos huyeron hacia Italia tras la caída de Constantinopla, llevaron consigo manuscritos, tradiciones filosóficas y saberes científicos que fertilizaron la Florencia de la Baja Edad Media. Esa diáspora de intelectuales y artesanos fue un “upgrade” del sistema operativo europeo: sin ella, es difícil imaginar el Renacimiento tal como se lo enseña hoy en las escuelas. El canon que asociamos a “lo europeo” es, en realidad, el resultado de una mezcla intensa de influencias griegas, árabes, judías, bizantinas y latinas, todas mediadas por siglos de migración.
Lo mismo vale para nuestra región. Sin las migraciones internas de pueblos como los incas o los toltecas, sus logros civilizatorios no habrían irradiado más allá de sus valles de origen. Fueron sus desplazamientos —planificados o forzados— los que expandieron lenguas, sistemas agrícolas, tecnologías hidráulicas y formas de organización política. Las Américas que hoy habitamos son inconcebibles sin esas oleadas sucesivas de movimiento humano: de los primeros pobladores que cruzaron continentes, a las diásporas africanas esclavizadas, pasando por las corrientes europeas y asiáticas que llegaron entre los siglos XIX y XX.
Por eso, la idea de un mundo autárquico es una utopía peligrosa: nunca existió y, si lo hiciera, sería profundamente empobrecedora. La libre movilidad de bienes, capitales y personas —con reglas y salvaguardas, sí— es precisamente lo que define nuestra contemporaneidad. Cada tratado comercial, cada programa de intercambio académico, cada comunidad transnacional de científicos o artistas, funciona como una red de nodos humanos que amplía las posibilidades de todos. Cerrar esas válvulas no resuelve los problemas; solo cambia quién se beneficia y quién queda atrapado en la marginalidad.
¿Hay retos? Siempre. Todo fenómeno humano impone tensiones: desigualdad, conflictos culturales, explotación de migrantes, reacciones xenófobas. La cuestión no es si la migración es buena o mala en abstracto, sino cómo se gobierna: con miedo y exclusión o con política pública, instituciones y derechos. Lo que ha hecho de Occidente lo que es —con todas sus sombras— no es la pureza, sino su capacidad de producir dinamismo y libertades, de corregirse una y otra vez siguiendo, aunque sea de forma imperfecta, los horizontes de igualdad, libertad y fraternidad que tanto se invocan desde la Revolución Francesa y que resuenan en nuestros himnos.
La Ilustración que tanto se celebra tampoco fue un fenómeno encerrado en sí mismo: sus debates circularon entre puertos, universidades y salones a través de personas que cruzaban fronteras, traducían textos, escribían desde el exilio o retornaban con nuevas ideas. La Ilustración huele a tinta, pero también a migración. Entender eso obliga a mirar la movilidad humana no como una anomalía a contener, sino como una infraestructura esencial de lo que somos y de lo que aún podríamos llegar a ser.

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