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Opinión

La cantaleta de eliminar Ministerios: sin instituciones, no hay políticas públicas, por José Luis Gargurevich

"Aspirar a un Estado que funcione es otro cantar, y esa sí es una exigencia reformista urgente y real para darle vuelta y media a esa forma añeja como hemos organizado el Estado"

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José Luis Gargurevich

Vuelve, esta vez en la voz de algunos candidatos, la letánica monserga de prometer -amenazar, diría yo- la reducción de Ministerios de Estado. Ya lo vimos en campañas de países vecinos. Anuncios que entusiasman a los que piensan al Estado como una fábrica burocrática de inutilidades en lugar de juntar fuerzas para convertir a los conductores de políticas públicas en especializados agentes de garantía de nuestras libertades y derechos.

Sin instituciones que nos incluyan a todos, que defiendan la estabilidad jurídica, la libertad, el progreso y las oportunidades, no hay desarrollo. En el encuentro de Perú Sostenible, empresarios y asociaciones civiles abordaron ese vínculo. No hay sostenibilidad sin instituciones fuertes, sólidas y saludables.

Ya en los gobiernos de PPK, Castillo y Boluarte lo prometían, y los que llegaron a dar pasos más concretos anunciaron la fusión de varios pares de Ministerios. Muchas campañas inician sus discursos con planteamientos para reducir las ahora 19 organizaciones en menos de una decena. Porque sí. Pero, ¿qué pretendemos resolver al eliminar Ministerios (o en su defecto, en crearlos)? ¿No hay detrás de esa repetición diletante un falso dilema que nos venden los populismos de cualquier ideología cuando ofrecen soluciones simplistas para problemas complejos?

Es un error sin evidencias esbozar el argumento de que hay una correlación entre “reducir Ministerios” y “mejorar resultados”. Eliminar instituciones no hará el milagro de la eficacia.

Tampoco es una medida de real reducción del gasto público, si ese fuera el argumento. Es publicidad engañosa. En el Estado peruano labora más de 1 millón y medio de servidores civiles. El 60% trabaja en los niveles descentralizados: gobiernos regionales y municipalidades. En el 40% restante que constituye el nivel central, la mayoría del personal está concentrado sobre todo en 4 Ministerios: Interior, Defensa, Educación y Salud. Pues ahí está la fuerza pública laboral más protagónica del país e innegablemente transcendental para la cobertura y atención de prioridades que no se pueden eliminar: personal policial y de las Fuerzas Armadas, y directivos, docentes, médicos y demás carreras de salud que prestan servicios a nivel nacional y en Lima Metropolitana (que atiende al 30% de la población). Seamos serios y no confundamos a los ciudadanos: eliminar otros Ministerios no le hace cosquillas al presupuesto nacional.

Queremos un Estado que funcione, que resuelve las necesidades donde se necesitan, con urgencia y pertinencia. Que ofrezca servicios de calidad y que lleguen a todos. Un Estado que habilite progreso, que siembre prosperidad y justicia. Queremos que sea ágil y transparencia. No, no necesitamos reducir el Estado, necesitamos fortalecerlo.

Reformar la institucionalidad del Estado supone defender la meritocracia del servicio civil, profesionalizar la carrera pública, desburocratizar los procedimientos que hacen engorrosa la inversión y abandonar el enfoque persecutorio del control que en lugar de aminorar la corrupción desincentiva la innovación de los buenos funcionarios. Supone gastar mejor y descentralizar la capacidad de prestar servicios cerca a los territorios locales, y no depender siempre de Lima, donde los Ministerios se han multiplicado en ineficacia a costa de golpear la legitimidad de los niveles subnacionales achacándoles corrupción e incompetencia.

Ante todo, pongamos sobre la mesa una afirmación central de una democracia republicana: las instituciones nos representan desde el poder que les delegamos. Modificarlas no pueden ser apetitos o intuiciones personales, rehacer el Estado exige procesos de alta deliberación, de firme gobernanza y de sofisticada cirugía que no son sencillos ni pueden apresurarse. Mucho tiempo ya de políticos que patrimonializan lo público, se arrebatan micrófonos y se ponen a borrar entidades con una mota en su pizarra personal. Las instituciones no les pertenecen.

Si se busca cambios, debe abrirse espacios de diálogo con los representados, cuya modificación les afecte la ausencia de un servicio o de una autoridad específica. Una decisión así puede invisibilizar una prioridad de la sociedad o una población que demanda protección. Pero esas decisiones se explicitan, se comprometen, se acuerdan; no se imponen. Es un error desde la arrogancia (o la torpeza) pensar que se puede hacer cambios sin las instituciones, sin los grupos de interés, sin juicios de expertos, sin evidencias. Porque sí, la gobernanza significa tomar decisiones de gobierno con la sociedad a la que se gobierna.

Ahora bien, no vengo por aquí a negar que los ministerios se han convertido en aparatos elefantiásicos y gruesamente ejecutores cuando debieron especializarse en ser rectores de políticas públicas. En esta sucesión de decisiones desafortunadas e irresponsables de variados gobiernos antitécnicos, los convirtieron en embarcaciones titánicas y en monstruosidades de ocho cabezas, es cierto. Pero mi énfasis es invalidar una falsa causalidad de los populismos: ni eliminarlos, ni fusionarlos, ni crear nuevos tiene el efecto automático de producir mejores resultados.

Aspirar a un Estado que funcione es otro cantar, y esa sí es una exigencia reformista urgente y real para darle vuelta y media a esa forma añeja como hemos organizado el Estado. Vayamos a una modernización con integridad, a entidades gestionadas por resultados, a servidores que se desempeñen bajo la ética del servicio. La única forma de luchar contra la obsolescencia prehistórica de nuestro Estado es hacerlo más moderno y fuerte, usando varios tipos de organizaciones en su diseño. Pero no distorsionemos esa meta-país sometiéndonos al engaño de políticos que creen que un buen gobierno responde al número de Ministros que se ponen un fajín.

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