
El final de la Guerra Fría inauguró un tiempo de euforia, especialmente en Europa. La implosión de la Unión Soviética, la disolución del Pacto de Varsovia, la equivocada valoración de Rusia como un Estado diezmado, sin poder estratégico, y la rápida ampliación de la Unión Europea hacia el Este dieron la impresión de que la historia había entrado en un nuevo ciclo. Francis Fukuyama, con su tesis del fin de la historia, expresó teóricamente lo que en la práctica se asumía: que la democracia liberal y el capitalismo globalizado habían triunfado, y que el futuro sería una prolongación ascendente de esos valores.
En Europa, esta lectura adquirió un matiz particular: se pensó que el continente pasaba a convertirse en uno de los poderes de un emergente sistema internacional multilateral, que sustituía a la bipolaridad periclitada. No se percibió que el margen amplio de la acción internacional europea —que entusiasmaba a sus líderes— no residía en sus propias fortalezas, sino en la alianza con los Estados Unidos y en la solidez de la unidad de intereses y valores compartidos. El poder derivado de esa alianza le permitía a Europa actuar, en gran medida, como un eje moral, democrático y diplomático, asociado a la unipolaridad norteamericana.
Este mito de Europa como polo de poder mundial se desvaneció cuando los Estados Unidos pasaron a diferenciar —sin ambigüedades— sus intereses de los de la Unión Europea, durante las dos administraciones de Donald Trump. Hasta entonces, pese a tensiones comerciales o diplomáticas, existía una percepción compartida de que Washington y Bruselas trabajaban bajo un marco de intereses de una sólida identidad: la defensa de la democracia, del libre comercio y del multilateralismo institucional. Trump rompió con esa visión, reivindicando una revisión de la alianza ya no basada en ideales y una identidad compartida, sino en intereses concretos, en el reconocimiento de divergencias y en cargas financieras que debían repartirse de manera proporcional.
El enfoque de la política exterior de Trump, basado en el pensamiento MAGA (Make America Great Again), de política de poder transaccional y nacionalista, no tardó en cuestionar frontalmente los pilares que sustentaban el mito europeo del multilateralismo. Explicitó su rechazo a una gobernanza institucional basada en los organismos internacionales, recusó la vigencia y funcionalidad de las Naciones Unidas y desvinculó de la OTAN un amplio espacio de su estrategia global de defensa.
Al mismo tiempo que Europa hacía de la guerra en Ucrania el leitmotiv de su política exterior y de defensa, elevando el destino de la guerra a la categoría de una cuestión de supervivencia nacional colectiva, los Estados Unidos pasaron a considerar que no era su guerra y que debía terminarse a través de negociaciones con Rusia, sin participación directa de Europa. Relativizó sus intereses en la defensa continental, señalando que esta competía prioritariamente a los europeos, imponiéndoles el aumento de sus contribuciones a la defensa hasta un 2 % del PBI, lo que afectará su capacidad para financiar el salto tecnológico y las reformas sociales que requiere para mantener su competitividad productiva.
En el ámbito económico, la diferenciación de intereses ha sido radical. La administración norteamericana acusó a la Unión Europea (UE) de mantener una relación comercial abusiva y desigual, responsable, junto a China, de su enorme déficit comercial (USD 133,5 mil millones en 2024). Con base en decisiones coercitivas, Washington ha impuesto a la Unión Europea un acuerdo muy desigual para superar el déficit del intercambio comercial: aplicación del 15 % de aranceles a sus exportaciones, sin aumento de los aranceles europeos a las importaciones norteamericanas.
Adicionalmente, la UE se ha comprometido a otorgar un acceso preferencial para ciertos productos agrícolas y pesqueros (frutas, vegetales, lácteos, semillas, carne de cerdo); a realizar compras de energía estadounidense por USD 750 mil millones hasta 2028 (gas natural licuado, petróleo, productos nucleares); y a canalizar inversiones europeas adicionales en EE. UU. por USD 600 mil millones en sectores estratégicos hasta 2028. François Bayrou, el reciente ex primer ministro francés, calificó el pacto como “un día oscuro que simbolizaba una sumisión ante Estados Unidos”.
Pero es en el ámbito de la defensa militar y estratégica donde la UE ha visto revelado con mayor crudeza su poder intermedio y el desvanecimiento del mito de la multipolaridad. Su muy riesgosa opción de hacer de la guerra en Ucrania un asunto de la defensa de toda Europa y de su enfrentamiento con Rusia una cuestión estratégica de su propia defensa nacional la ha sumido en un laberinto sin salida.
Su exclusión de las negociaciones de paz la coloca en una situación de vulnerabilidad sin precedentes. Una paz en el corto o mediano plazo con cesión de Crimea, Donetsk y Lugansk —como lo ha admitido Trump en términos generales— sería una derrota europea y un escenario con consecuencias difíciles de absorber en el reequilibrio de fuerzas en la región. Pero la continuidad de la guerra —a la que Europa parece apostar en la ilusión de un reenganche norteamericano militar y financiero— es todavía una opción más onerosa. Todo indica que, cuanto más se prolongue la guerra, la ocupación territorial rusa será mayor y las concesiones territoriales más amplias en toda opción de paz tardía.
La guerra en Ucrania es, para Europa, un laberinto sin salida exitosa. Y, al final, quizás solo pueda servir para consolidar una no muy realista percepción de sus relaciones con Rusia, de recelo y temor exagerados, en la línea de lo que Richard Hofstadter llama “una cierta paranoia político-diplomática”.
Pero Europa, sin ser polo de una multipolaridad inexistente, es la potencia intermedia más importante del actual sistema internacional. Sin lesionar sus lazos atlánticos con los Estados Unidos, podría ensayar transformarse, como decía Raymond Aron, en el factor de equilibrio y estabilidad de un mundo unipolar y asimétrico. Aspirar a ser el mantenedor del equilibrio implica asumir un margen de autonomía política y de defensa frente a Estados Unidos; revisar su diplomacia de suma cero con Rusia; reconstruir su poder blando, hecho añicos por el doble estándar en relación con Ucrania y Gaza; constituirse en un actor articulador de los espacios de diálogo y entendimiento con China, los BRICS y el mundo en desarrollo; y coliderar las iniciativas para preservar la actividad esencial de las Naciones Unidas y del multilateralismo.

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