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Opinión

La otra Jane, por Ramiro Escobar

Nada eso apagó su altruismo biodiverso y humanista, su irrenunciable apuesta por la esperanza en un mundo distinto, menos violento.

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Ramiro Escobar 04-10

A pesar de que desde pequeña leyó las historias de Tarzán, parece claro que Jane Goodall no aspiraba a ser la delicada compañera del ‘hombre mono’, sino una científica incansable, corajuda, inteligente, capaz de entender a los primates desde nuestra enrevesada humanidad. Y capaz de contarle a quien quisiera escucharla el profundo significado de ello.

Se fue de este mundo esta semana en Estados Unidos, mientras a los 91 seguía batallando para convencernos de que defender la biodiversidad y cuidar a los animales era cuidarnos a nosotros mismos. Era contraria a la guerra, al consumismo, a la economía sin control y sin alma. Al mismo tiempo, era devota de la empatía con todos los seres que habitan el planeta.

En una ocasión, al final de una conferencia en Burundi, un niño le preguntó si recoger la basura todos los días marcaba una diferencia, y ella le respondió que sí, y que debía persuadir a más niños a que hicieran lo mismo Desde que se entregó a investigar a los chimpancés, hace más de 60 años, tuvo claro que sojuzgar a los animales y destruir al planeta era un suicidio.

Goodall fue pionera en constatar que los primates y otros animales utilizaban instrumentos (los chimpancés para cazar termitas, por ejemplo), y que sentían emociones. Descubrió también con tristeza que algunas especies de monos podían ser violentos y desatar guerras furiosas entre ellos. Es decir que podían parecerse a nosotros, en magnanimidad y crueldad.

Nada eso apagó su altruismo biodiverso y humanista, su irrenunciable apuesta por la esperanza en un mundo distinto, menos violento. En una entrevista ofrecida a El País en el 2024 tuvo palabras de distancia contra las dictaduras y señores de la guerra de este tiempo. Aunque siempre mantuvo la esperanza de que, hasta el corazón más turbado, cambie.

Pude estrecharle las manos en Oviedo en el 2003, cuando le entregaron el Premio Príncipe Asturias (el mismo año en que se lo entregaron también al padre Gustavo Gutiérrez). Ya las tenía callosas y las sentí al mismo tiempo generosas y dispuestas a luchar. Ahora que se ha ido, siento que su espíritu flota en el ecosistema global, como un viento de ternura indesmayable.

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