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Opinión

Playa Bonita, por Miguel Palomino

Un cuento de cómo se desperdició una joya de desarrollo regional por la búsqueda de ganancias y popularidad inmediata

palomino
Miguel Palomino 29-09

En Perulandia existía una playa tan hermosa que todos cuando la veían quedaban maravillados y los turistas extranjeros que la habían visitado iban por el mundo contando sus maravillas. Esta playa estaba a solo un par de horas de una ciudad con aeropuerto y se llegaba a ella siguiendo un bello camino de aproximación. Para el último tramo había que bajar el acantilado a pie, pero la playa era tan bella que esto se justificaba.

Playa Bonita, que así se llamaba la playa, en pocos años fue ganando fama mundial, por lo cual se fue volviendo un lugar turístico. En Playa Bonita, hasta que se hizo conocida, no había actividad económica alguna, no había pescadores ni nadie que viviera ahí. Pero por supuesto, comenzaron a aparecer negocios alrededor de los turistas, hasta que en lo alto del acantilado fue surgiendo un pueblo, Pueblo Nuevo.

El gobierno se dio cuenta de la popularidad y belleza de la playa y decidió ponerla en valor, procurando que la gente no arruine la visita para los demás. Una de las primeras cosas que se hizo fue un camino de bajada que serpenteaba por el acantilado y pronto los habitantes de Pueblo Nuevo ofrecían mototaxis a los turistas para que se evitaran el trajín.

Facilitado el acceso, Playa Bonita rápidamente fue volviéndose más popular y su fama fue creciendo en todo el mundo. Venían cientos y luego miles de turistas para gozar de ella. El pueblo en el acantilado creció acorde con los turistas hasta que, con una ley auspiciada por el congresista de la región, el Estado declaró que Pueblo Nuevo sería una municipalidad.

Tanto éxito tuvo Playa Bonita que pronto se vio desbordada por la cantidad de personas que querían visitarla, así que, para ordenar el número de personas que podían asistir a verla, el gobierno de Perulandia estableció horarios de visita con cupos máximos y esto ayudó mucho. Los boletos para estas visitas eran vendidos por una plataforma única por internet para que todo el mundo pudiera tener acceso a Playa Bonita.

Pero algunos vieron en Pueblo Nuevo y en la gran cantidad de turistas que por ahí pasaban una nueva oportunidad. El alcalde declaró que el camino a la playa era una vía urbana, con lo cual quedaba bajo su jurisdicción y nadie se lo disputó. Después, reguló el servicio de mototaxis y le entregó éste al ganador de una licitación. Habían aparecido algunos hostales en Pueblo Nuevo, para atender a los que querían aprovechar al máximo el primer turno o a los que deseaban descansar luego del último turno. A los dueños de estos hostales se les ocurrió una manera a través de la cual aumentaría el numero de turistas que hacían uso de sus servicios. Esta idea contó con el beneplácito de los dueños de tiendas, restaurantes y demás servicios al viajero que también se beneficiarían. Así, el alcalde pidió al gobierno que parte de los boletos a Playa Bonita sean vendidos directamente por la municipalidad de Pueblo Nuevo. La idea era que muchos turistas fueran hasta ahí para comprarlos y luego, ya “prisioneros”, se les tendría ahí un par de días por lo menos.

El Ministerio de Turismo de Perulandia desestimó tal pedido porque no tenía sentido y era mucho mejor que estuvieran todos los boletos en internet. ¿Para que querrían los turistas parar en Pueblo Nuevo si no tenía ningún nuevo atractivo más que su cercanía a Playa Bonita? En protesta, el alcalde, junto al “pueblo organizado” de Pueblo Nuevo, bloquearon la carretera de acceso a Playa Bonita exigiendo que se le diera una parte de los boletos a la municipalidad. La autoridad, que en Perulandia estaba acostumbrada a negociar bajo presión, retrocedió y se los dio. Mientras tanto, cientos de turistas quedaron varados en Pueblo Nuevo, para beneplácito de los hostales y de los que ofrecían otros servicios. Los turistas se asustaron, perdieron sus conexiones aéreas, estadías en otros hoteles, y, en general, se les arruinó el viaje al que con tantas ansias habían dedicado su escaso tiempo y presupuesto. Todos ellos volverían a casa a hablar de lo mal que lo habían pasado y recomendando no ir a Playa Bonita.

Pero tan grande era la fama de Playa Bonita que aún continuaba atrayendo turistas. Así, sucedió que cuando se vencía el plazo de la concesión a la empresa de mototaxis, el alcalde, en lugar de licitarla nuevamente, decidió entregársela a un consorcio formado por un grupo de pobladores de Pueblo Nuevo y la misma municipalidad. La empresa cobraba una suma exorbitante por el viaje en mototaxi y eso atraía muchos intereses. Pero la empresa de mototaxis que tenía la concesión anterior también tenía intereses en juego y sus aliados se opusieron a la nueva concesión, arguyendo que la empresa de Pueblo Nuevo no tenía los mototaxis adecuados. Esto llevó a un nuevo bloqueo de carretera causado por líos entre quienes demandaban que los mototaxis fueran operados por locales y quienes decían que los locales no estaban preparados para ofrecer el servicio.

Atrapados en este fuego cruzado estaban los turistas, quienes nuevamente quedaron varados, asustados y con el viaje y el presupuesto arruinado. Pero sucedió que esta vez el buen nombre de Playa Bonita quedó en verdad manchado. Playa Bonita se convirtió en un lugar en el cual algunos cientos de personas hacían turismo de alto riesgo, donde antes había miles. La mayoría de los hostales cerraron, así como las tiendas y restaurantes. Así se perdió, por la miopía de unos cuantos, lo que bien llevado hubiera traído progreso y desarrollo permanente para todos.

Esta historia, estilizada y abreviada para entrar en esta columna, es la que se ha vivido en la realidad en Machupicchu. Una de las siete, sí son solo siete, maravillas modernas del mundo casi abandonada a su suerte. Donde caudillos locales desde alcaldes hasta el gobernador han jugado un triste papel como enemigos del bien común mientras ven solo lo que su bajeza les permite ver: la ganancia efímera de corto plazo.

Urge que Machupicchu sea tratada como lo que es: un patrimonio de todos los peruanos y de toda la humanidad. No puede seguir siendo tratada como la propiedad de quienes aprovechan un poder local para obtener beneficios personales, sin medir la forma en que dañan, en unos días, lo que tomo muchos años lograr, tirando décadas de desarrollo futuro a la basura a cambio de unas cuantas migajas hoy.      

Hay mucho más que hacer en Machupicchu, eso se sabe desde hace años. Recursos hay: la ciudadela recauda más de 200 millones de soles cada año, pero se invierten en ella menos de 20. Lamentablemente, un gobierno débil –o peor, cómplice de caudillos locales– nada podrá hacer. La tarea es de todos: ciudadanos, autoridades locales y Estado, que deben anteponer el bien común al particular y deben asumir el cuidado de Machupicchu como patrimonio de la humanidad. Solo entonces podremos mirar con orgullo cómo esa joya, legado de nuestros antepasados, sigue brillando para el Perú y el mundo.

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