
Para ser la tumba de uno de los personajes más ricos y poderosos del Perú, esta luce muy descuidada, casi abandonada. Cualquier transeúnte que visite el cementerio puede pasar tranquilamente de largo, sin nada que sugiera que se encuentra frente a los restos de quien fuera uno de los más importantes “barones del caucho” y arquitecto de la urbanización y explotación de la selva hace un siglo. Si uno logra conseguir una escalera y, con un poco de paciencia, consigue sacudir el polvo acumulado en la lápida, lo primero que asoma es una fecha y luego (finalmente) el nombre: Julio César Arana.
En realidad, la lápida no dice mucho, por no decir nada. Un nombre y un par de números que hacen las veces de fechas. Es una manera cruel, aunque no sorprendente, de cómo es recordado Arana, sin nadie que pueda poner flores o al menos limpiar el polvo que se acumula. Arana tuvo un rol fundamental (y controvertido) al insertar la economía nacional dentro del capitalismo global del período anterior a la Primera Guerra Mundial. Senador, visionario, hombre de negocios, empresario, comerciante son solo algunos de los superlativos que aceptó de buena gana y le fueron atribuidos en vida. Sin embargo, en la selva aún lo recuerdan por uno en particular: genocida.
“Shiringa” es el nombre que se le da al árbol del cual se extrae el látex que sirve como materia prima para el caucho, el producto que definió a la Amazonía por varios años. Pero “Shiringa” es también el nombre de un documental recientemente estrenado, dirigido por Wilton Martínez y producido por el Centro de Antropología Visual del Perú. Con una duración de hora y media, el documental busca establecer los orígenes del comercio cauchero y las secuelas que trajo a los descendientes de quienes estuvieron involucrados en el mismo, ya sea como trabajadores o como capataces.
El subtítulo del documental (“Genocidio y resistencia en la Amazonía”) deja claro el objetivo de este al establecer puntos de contacto entre la empresa cauchera de fines del siglo XIX con el presente. Para ello, los dos personajes principales, el artista indígena Blas Rubio y Sheila de Loayza, establecen un diálogo para comprender uno de los episodios más trágicos y escandalosos de nuestra historia nacional. Descendiente de los sobrevivientes del comercio cauchero y nieta de uno de los hombres fuertes de Arana, Rubio y De Loayza representan dos formas de recordar ese episodio, desde el recuerdo y el silencio.
El imperio del caucho que se erigió en la selva peruana compitió con el de la plata y el guano, todos ellos sostenidos por mano de obra esclava o semiesclava y donde contaba más la riqueza que se podía obtener de manera inmediata antes que las consecuencias. Arana no solo se convirtió en uno de los hombres más ricos del continente, sino que transformó Iquitos hasta convertirla en una ciudad propia de la belle époque. No satisfecho con eso, se trasladó a Francia, donde residió en un lugar exclusivo junto con su familia. Mientras miles eran esclavizados y morían, él buscaba más influencia y poder político para preservar su imperio.
No deja de llamar la atención que, mientras el abuso contra las poblaciones originarias era condenado en Estados Unidos y Europa, en la capital (Lima) era poco lo que se hacía para sancionar a los responsables. El poder de Arana y sus lugartenientes consiguió comprar su impunidad y libertad, sin que existiera nada parecido a justicia o reparaciones para los pueblos destrozados por la ambición de estos empresarios. El número exacto de personas masacradas durante y fuera de sus labores es incierto, pero cualquier estimado debe establecer un número no menor a las decenas de miles.
Por casi treinta años, nadie pudo hacer nada para detener la hemorragia que se producía en la selva. Mientras el caucho fluyera hacia los mercados del norte y el dinero llegara a las arcas fiscales del gobierno, todo parecía caminar bien. Pero, como lo señala el documental, ya la Amazonía estaba bastante trastocada, con la intervención en los árboles, pero sobre todo con el desplazamiento y ataques a las comunidades originarias, la consiguiente desintegración de las mismas y la pérdida irreversible de su cultura y tradiciones. Arana de por sí no hizo todo esto solo, sino que lo consiguió a través de una red de capataces, como Miguel Loayza (abuelo de la protagonista), que no dudaron en aplicar castigos cada cual más cruel para mantener la producción y prevenir cualquier levantamiento.
Arana vivió lo suficiente para ver cómo su imperio se desmoronaba. No solo eso: su familia fue desapareciendo y el motivo por el cual su lápida luce descuidada es porque no tuvo descendencia que se ocupase de limpiarla o al menos sacudir el polvo que llega hasta la misma. Uno a uno, sus hijos e hijas fueron muriendo, ya sea por alguna enfermedad o por mano propia, al punto que el otrora dueño de la selva terminó arrinconado en un barrio de Lima, lejos de Europa y de los espacios de poder que frecuentó en su momento.
“Shiringa” es un recordatorio muy poderoso de que, en nuestro país, en más de una ocasión, la riqueza de unos cuantos se ha construido con la explotación y muerte de muchos. Al integrar el pasado con el presente, el documental contribuye a comprender los legados de episodios que se consideran ya superados o poco conocidos, pero que siguen gravitando hasta que la explotación sea precisamente un recuerdo. Por lo pronto, quiero recomendar que vean el documental y espero que en algún momento pueda ser transmitido en señal abierta o subido a alguna plataforma para conocer mejor lo ocurrido en la Amazonía.

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