
Si hubiera que equiparar en una frase los problemas de Machu Picchu y los de la minería ilegal, esta podría ser la que titula esta columna. En el caso del oro, este convoca una minería que podemos llamar multitudinaria y popular (al menos cuando empiezan a extraer), que está sembrando la economía de nuevos millonarios.
En el caso de Machu Picchu, lo que despierta la avidez de las turbas es sobre todo la formidable taquilla del monumento. También los negocios colaterales, como el transporte de los turistas. La resistencia a que los boletos de acceso sean vendidos en línea es elocuente. La aparente informalidad es una verdadera corrupción.
Multitudes y economía delictiva vienen actuando juntas desde hace buen tiempo. Una de las columnas vertebrales de la droga en el VRAEM es la presencia de cientos de miles de agricultores de hoja de coca. Su resistencia a la erradicación no los ha enriquecido como el oro, pero les viene dando ingresos que muy pocas cosechas ofrecen.
En su libro sobre la multitud, Jorge Basadre advirtió, ya en 1941, acerca de que “esa opinión pública que crea o justifica las numerosas ilegalidades pacíficas y secretas es un exponente de que el país no está constituido única y exclusivamente por el Estado”. Basadre lo llama un “coeficiente de ilegalidad”.
Ilegalidades como las del oro, el turismo, la cocaína o la extorsión no son ni pacíficas ni secretas. Son violentas o descaradas en diversos grados, y por tanto no todas son una misma cosa. El común denominador está en que a todas estas actividades concurren multitudes, y eso es lo que les da el margen de impunidad frente a policías y jueces.
Las turbas que hoy paralizan Machu Picchu y lo ponen al filo de volverse un paria turístico no son trabajadores reclamando mejores condiciones de vida. Son negociantes intentando arrancar a la fuerza un negocio a las autoridades o al sector privado formal, rodeados de sujetos contratados para avasallar a la policía o impresionar a medios y redes.
Los grandes números están controlando el delito en el Perú, y esa novedad les permite acudir a argumentos aparentemente sociales, además de imponerse sin problemas a las fuerzas del orden. Exagerando muy poco, podríamos decir que estas multitudes delictivas son ellas mismas el nuevo orden. El gobierno lo refleja, de capitán a paje.

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