
La señora Korina Rivadeneira denunció un acto de violencia sexual ocurrido durante su participación en un espectáculo circense para adultos y la justicia actuó con celeridad, como nunca en el país. Dos días después del hecho, la Municipalidad Distrital de Surco aplicó una sanción administrativa sobre los promotores del show donde se produjo la agresión, cancelándolo. Al día siguiente de la denuncia, la Policía Nacional del Perú detuvo al agresor. Y el día jueves, en menos de una semana, se dictaba sentencia en primera instancia condenándolo a 2 años y 6 meses, además de 10 mil soles de reparación civil.
Lo que debiera ser una noticia alentadora, para mostrar a las mujeres que sufren agresión que sí es posible conseguir justicia en un país donde los índices de violencia contra la mujer son tan altos, resulta por el contrario un ejemplo de lo que puede pasarle a una víctima, convertida en objeto de escarnio público en redes sociales, recibiendo mensajes tan violentos que horas después de la sentencia cierra sus cuentas públicas, como han señalado varios medios de comunicación.
Este caso debiera servirnos para reflexionar seriamente sobre la manera en que la sociedad actúa frente a la violencia contra la mujer, legitimándola y buscando atemorizar a posibles denunciantes. Al legitimar actos de violencia lo que se produce es una normalización, los volvemos habituales y por tanto bajamos nuestras defensas colectivas, nuestra capacidad de reacción y de rechazo como sociedad. Si la violencia se naturaliza, entonces la transformación de la victima de sujeto a objeto se establece. La cosificación de las mujeres, habituadas a la violencia es una consecuencia de lo que Segato llama la “pedagogía de la crueldad”.
Las sociedades educan, no sólo la familia y la escuela. Como colectividad sentamos las bases de lo que nuestras niñas y niños aprenden como lo correcto o incorrecto, lo tolerable e intolerable. Así como la reacción violenta contra las víctimas de violencia de género se vuelve un mensaje estridente hacia las mujeres, en todas sus edades, a modo de advertencia, se vuelve también un dispositivo formador de masculinidades violentas. Es también un mensaje a los hombres, casi incitándolos a este tipo de prácticas, para probar su masculinidad.
Basta abrir las redes y poner el nombre de la señora Rivadeneira para encontrar cientos de mensajes que la responsabilizan de lo ocurrido. Me quedo con uno que me parece digno de análisis: ¿por qué fue a un lugar así si ya es una mujer casada?
Empecemos por la primera parte. Preguntarse por qué la víctima habría asistido a un lugar con un show como el que se presentaba desmerece la denuncia. Claramente detrás de esa afirmación hay la idea de “se lo buscó”. Este tipo de reflexión es la que lleva a decir por ejemplo que una adolescente que se viste de manera provocativa y sale a la calle y sube a un medio de transporte público – normalmente saturado – se merece que la toquen de manera indebida.
Si una mujer asiste a un espectáculo, no importa cuál sea éste y un hombre decide tocarla sin su consentimiento es una agresión. No hay más debate. No cabe cuestionarse el lugar donde ocurrió.
Pero este cuestionamiento no queda ahí. La siguiente parte es de antología, pues alude a su estado civil. Una mujer soltera podría asistir a donde quisiera, pero una casada no. Esta manera de pensar refuerza la concepción de una mujer como un objeto transferible. Si ya es casada, ya es propiedad de un hombre y por tanto no debería estar en ningún tipo de espacio donde otros hombres pudieran acercarse.
Nuevamente, el mensaje violento a las mujeres es clarísimo. Pero también a los hombres, pues acá hay una especie de llamado de atención al esposo, que habría dejado que su “mujer-objeto” vaya a donde no debe.
Dado que los tocamientos indebidos es un delito común en el país, se considera algo “menor”, casi como una equivocación antes que un delito. Se justifica a quien comete el delito y se normaliza la práctica.
Como tendemos a un pensamiento dicotómico como sociedad, quien comete un delito sólo puede ser una persona mala integralmente. Digamos que “un maldito”. Pero por lo general las personas somos luces y sombras en múltiples aspectos. Es perfectamente posible que una persona que se comporta bien en su hogar y en su comunidad cometa un delito y agreda a otra.
La crítica a una víctima de violencia por hacer una denuncia contra alguien que goza de algún tipo de prestigio es algo muy habitual. Veamos por ejemplo lo que pasan las estudiantes en diversas universidades que denuncian acoso contra docentes reputados. El acoso sexual es aún más común que los tocamientos indebidos. Estos cuestionamientos a las denunciantes porque “arruinan” la carrera de una buena persona o que no contemplan el efecto que una sanción tendría sobre la familia del mismo son absolutamente cínicas. La responsabilidad del efecto del acto violento no es de la denunciante, es de quien lo cometió.
Si la violencia de género se mide por el daño ocasionado a la víctima, es innegable que casos de violación sexual o de feminicidio son mucho más graves. Es indiscutible que en nuestro país la justicia demora, es engorrosa y la más de las veces implica violentos procesos de revictimización. Esto debe denunciarse y no debiera permitirse. Pero que esto sea así no es para nada una razón para desmerecer que una víctima de violencia logre celeridad en obtener justicia.
Recordemos que tenemos en nuestras familias madres, hermanas, hijas que muy probablemente sean o vayan a ser victimas de violencia de género en un país como el nuestro. No les demos la espalda, no normalicemos la violencia

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