
El título de esta nota proviene del libro El amanecer de todo: Una nueva historia de la humanidad, de David Graeber y David Wengrow. En su variante de las etapas históricas que llevaron hasta nosotros, en lo que ya se conoce como el Antropoceno, analizan esos días que numerosas culturas dedican al rompimiento de las reglas cotidianas de convivencia humana. Esos días permisivos —el poeta Antonio Cisneros decía que los antiguos balnearios playeros lo eran durante tres meses— en que el mundo funciona al revés. Los humildes pueden parodiar a los poderosos y ocupar, simbólicamente, su lugar.
La película peruana Madeinusa lo refleja en todos sus excesos. En el filme se le denomina Tiempo Santo. El nombre ironiza lo que, en la práctica, es la irrupción de las prohibiciones fundamentales de la cultura. Señaladamente, el incesto y la violación. Esto no está contemplado en lo que, en el Perú, como en muchos países, se denomina el carnaval. La película de Patricia Llosa lleva al desborde pulsional tanático lo que los carnavales suponen como catarsis y desfogue mesurado. En ese sentido, se asemeja más a una bacanal que a un carnaval.
Aunque ambas fechas del calendario incluyen comportamientos desinhibidos y celebraciones, así como orígenes religiosos, la bacanal tiene connotaciones más orgiásticas y disruptivas del orden establecido. No en balde su etimología proviene del dios Baco. Mientras que el carnaval es una celebración previa a la Cuaresma. Su carácter es más lúdico y festivo. Por eso incluye bailes, disfraces, desfiles y, en el Perú, juegos con agua. ¿Pero qué sucede cuando el calendario pierde sentido y se produce una continua bacanal del caos? Eso es lo que estamos viviendo nosotros. Comenzó con el gobierno —por así llamarlo— de Pedro Castillo y empeoró con el gobierno —por así llamarlo— de Dina Boluarte. Ninguno de los dos gobernó en la práctica. La diferencia es que el Congreso fue mucho más nocivo en el régimen de la segunda que en el del primero. Es como consecuencia de este desastre legislativo, menos por incompetencia que por corrupción y alianzas con sectores mafiosos, que vivimos en esta bacanal del caos ininterrumpida.
Tomemos dos ejemplos recientes: la minería ilegal y la violencia individual, eventualmente vinculada a la salud mental. Acabamos de ver la huelga de mineros en Lima. Dichos mineros se hacen llamar informales o artesanales, pero los asesinatos, en particular en minas de oro, aumentan en paralelo con el precio del metal que todo lo envilece. Y enloquece. Lo cual nos lleva al segundo ejemplo. En el restaurante El Charrúa, en el distrito de La Molina, vimos —ahora todo acto violento suele quedar grabado por una cámara de video— a un comensal arremeter con una camioneta de lujo contra la pared del local y las personas a las que quería agredir, acaso matar.
Esto no pasaría de ser un pasaje al acto desaforado de una persona cuyo estado mental desconocemos, de no ser porque nos estamos habituando a estas situaciones que hace no mucho tiempo serían impensables. A diferencia de los mineros ilegales, que permanecen impunes, el autor del atentado en el restaurante ha sido internado preventivamente en el penal de Cañete. El asunto es que, cuando lo impensable se hace frecuente, significa que hemos entrado en un periodo en donde todo puede suceder. Pensemos en el burdel que se descubrió en el Congreso, el cual se “resolvió” con la muerte a balazos de la persona que tenía la información. O en la misteriosa muerte del testigo clave en el caso de la exalcaldesa Susana Villarán, que también involucra al actual alcalde de Lima.
Podríamos ensartar un rosario de ejemplos, pero el punto está claro. Todos los lectores deben tener en mente alguna señal de la instalación del caos entre nosotros. Y todos podemos constatar a diario la pérdida de muestras de consideración por el otro. Cruzar la calle, como lo ha sufrido el influencer conocido como Furrey, es un ejercicio de alta peligrosidad.
Esa ruptura de vínculos primordiales, tal como se muestra en Madeinusa, al ritmo de la rueda que un habitante hace girar impasible, es parte de la explicación del reino del caos. Por supuesto que la responsabilidad suprema incumbe a los políticos irresponsables que han abdicado de toda inquietud por la suerte de los más necesitados. El caos no se instala si no hay ausencia de liderazgo y compromiso con los destinos del país. De ahí que cada salida a la calle se convierta en una incursión en un territorio distópico. En donde no solo todo puede suceder, sino que sucede. Lo veo a diario en el recorrido en bicicleta entre mi casa y consultorio, y viceversa. No hay día en que no presencie flagrantes infracciones a las reglas de tránsito. Sin que la policía o Serenazgo se inmuten. Salvo cuando se trata de accidentes, en donde lo que se observa es una suerte de carrera para ver quién llega primero. Dudo que lo hagan para hacer cumplir la ley. Los incentivos parecen ser otros.
¿Podremos salir de este caos que nos sumerge y desquicia a todos? Tendremos que citar la consabida canción de Bob Dylan: The answer, my friend, is blowing in the wind. El viento en cuestión es el que sopla hacia el 2026. Las encuestas arrecian, pero nadie las toma en cuenta. La sensación prevaleciente es que nos aguarda una mayúscula sorpresa. La palabra mágica en el Perú de las últimas décadas es outsider. Desde que Alberto Fujimori ganó las elecciones de 1990 y Pedro Castillo las de 2021, nos hemos habituado a esa aparición de lo inesperado. Sería coherente con la bacanal del caos.

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