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Opinión

La protesta en tiempos de impunidad

Peruanos organizados rechazan la presencia de la presidenta Boluarte en eventos públicos.

Editorial
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Como revelan las últimas encuestas, no es sorpresa que para la gran mayoría de los peruanos, la presidenta Dina Boluarte ha terminado gobernando de espaldas a ellos.

No obstante, es justo destacar que los ciudadanos no han renunciado a su derecho a protestar. Un derecho que parte de la premisa de exigir lo que deberían ser acciones mínimas en una sociedad que aspira a ser democrática y moderna.

A comienzos de año, en Ayacucho, Boluarte fue confrontada directamente por familiares de víctimas que aún esperan justicia. Hace tres días, en Madre de Dios, una madre de familia rompió el protocolo para denunciar, cara a cara con la mandataria, el abandono al que estaba expuesta su comunidad a partir de la precariedad de los centros educativos y de salud públicos.

Y ayer, en Arequipa, peruanos se organizaron para rechazar su presencia, a tal punto de impedir el ingreso de la comitiva oficial a un acto público. Finalmente, Boluarte simplemente no asistió.

La dignidad de una nación no se vence con mentiras ni estigmatizaciones. A pesar de que, con motivos razonables, los jóvenes peruanos están desilusionados con la clase política, ello no ha sido impedimento para que ejerzan su ciudadanía.

En los últimos meses, estudiantes escolares y universitarios han aprovechado actos públicos para visibilizar la precariedad en la que viven y estudian. En lugar de dejarse usar como vitrinas de éxito gubernamental, gritaron con firmeza: “¡Fuera, Dina!”.

Estos actos, dispersos pero constantes, no son gestos marginales. Son señales de una ciudadanía que, aunque fragmentada y a menudo desmovilizada, sigue reclamando su lugar. Se niegan a aceptar que el Gobierno les dé las gracias por cumplir con lo mínimo. Rechazan el clientelismo disfrazado de política social. Exigen, como es su derecho, una administración pública que sirva al país, no que se sirva de él.

La protesta, en este contexto, no es un exceso. Es un acto de recuperación de la salud cívica. Es una voz que recuerda que aún queda gente dispuesta a no claudicar ante la impunidad. Porque en un país donde el poder parece haberse vuelto sordo, cada grito de protesta no es solo un rechazo, sino una afirmación de vida y de esperanza.

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