
En 1999, el país presenció uno de los actos más oscuros del régimen fujimontesinista. Bajo la impunidad del asesor del entonces presidente Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos, los altos mandos de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional sellaron su lealtad no a la Constitución ni a sus instancias militares, sino al poder corrupto a través de su firma en el acta de sujeción al gobierno de Fujimori.
Esa sumisión institucional facilitó la captura del Estado, anuló por completo el equilibrio de poderes y abrió paso a un control mafioso sin precedentes del aparato estatal. Hoy, un cuarto de siglo después, el Perú podría estar viviendo una versión aún más perversa de ese acto de sometimiento: un acta de sujeción judicial.
Desde hace trece días, una crisis fabricada por la Junta Nacional de Justicia (JNJ) mantiene en vilo al sistema democrático. En el centro del conflicto se encuentra la intención de reponer a Patricia Benavides como fiscal suprema titular, paso previo para restituirla en la jefatura del Ministerio Público, que hoy encabeza legítimamente Delia Espinoza.
De acuerdo con las normativas que ordenan a ambas instituciones, para que dicha decisión tenga validez legal, la JNJ debe emitir un acta formal, aprobada por unanimidad de su Pleno. Sin embargo, ese documento, hasta el momento, no ha sido mostrado.
La gravedad del asunto fue evidente cuando el magistrado Francisco Távara declaró públicamente que no participó en ninguna sesión sobre la reposición de Benavides.
Además, otro miembro consejero ha reconocido haber recibido un documento previo, en un ascensor, que solo hablaba de reponer a Benavides como fiscal suprema titular, no como fiscal de la Nación.
Tras casi dos semanas de esta crisis, el silencio del resto de los miembros de la JNJ ya no es neutral: se ha convertido en complicidad activa con una operación que vulnera el orden constitucional.
Su negativa a transparentar el acta, a reconocer la falta de quorum y a explicar el contenido real de la decisión no solo desacredita a la institución, sino que los convierte en autores de un encubrimiento que podría configurar prevaricato. Y si el objetivo final de esta maniobra es habilitar el uso de la fuerza para tomar el Ministerio Público, estaríamos ante delitos aún más graves: rebelión e infracción al orden democrático, ambos tipificados en el Código Penal vigente.
Comparada con el acta de sujeción de 1999, esta nueva forma de sometimiento institucional es aún más corrosiva. En aquella época, la presión venía desde el poder militar hacia el civil. Hoy, es el propio órgano de control judicial y fiscal el que parece allanar el camino a la impunidad. En este caso lo hace con sellos, oficios sin validez, pronunciamientos y silencios que violentan la legalidad desde dentro del sistema.

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