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Opinión

I got you, babe, por Jaime Chincha

No auguro buenos tiempos para lo que está por venir. Añoro las épocas en las que uno podía sentarse y charlar desde sus propias diferencias. Se ha perdido el sentido de país que recuerdo de esos tiempos de debate alturado y una saludable conclusión de ideas. 

Jaime Chincha 01-06
Jaime Chincha 01-06

Escribo un domingo sí y un domingo no en este diario. Comencé el año pasado, por una gentil invitación del director de La República, y cada fin de semana que me toca columna se parece mucho al ejercicio de una exhalación honesta de ideas, tratanto de arrejuntar un texto medianamente claro y con la certera intención de ir a la yugular. A veces lo logro, a veces no como quisiera. Pero hoy he caído en un diván ante mí mismo en el que siento que repito la misma historia cada domingo que publico. Quiero retratarle a usted, amable y querido lector, lo que sucede en el país, en nuestro país, y he caído en la cuenta de que la situación es la misma, atrapado día tras día en un loop diabólico.

Rosa María Palacios me lo dijo hace un tiempo, citando a no recuerdo quién, que estos momentos del Perú son muy similares a la película ‘El día de la marmota’, protagonizada por Bill Murray en 1993. Para quienes no la vieron, o no la recuerdan, trata de un periodista especializado en meteorología que es enviado a cubrir, precisamente, la festividad que se le hace en Pensilvania a la dichosa marmota. La trama se basa en que Phil Connors, el personaje que protagoniza Murray, queda atrapado en un bucle temporal y se ve obligado a repetir el mismo día todos los días. La misma canción que lo despierta a las 6 de la mañana –‘I got you, babe’ de Sonny & Cher–; el mismo tipo que lo saluda saliendo del hotel, el mismo charco con el que tropieza, lo mismo exactamente todo el tiempo, el mismo día una y otra vez. Incluso, Connors intenta suicidarse y no consigue su propósito, pues a las 6 de la mañana del que supuestamente es el día siguiente, todo se repite hasta el cansancio y vuelve a ser el mismo día. I got you, babe.

A veces me siento Connors cuando me levanto. Me conecto muy temprano a las plataformas, porque ya no veo la televisión clásica y menos la de cable, y todo es exactamente lo mismo. Las muertes de la extorsión, el descaro de los políticos en el Congreso, una ley que se aprueba peor que la anterior, más dinero de los tributos que pago con mucho esfuerzo cada mes reventado en cualquier banalidad o en más puestos regalados o en más comida para el despacho de la señora que nos gobierna o en más pasajes y viáticos ante la necesidad compulsiva de Dina Boluarte por treparse al avión. Y hago una proyección introspectiva de lo que se viene el próximo año y, cada día, cada mañana, mis pronósticos son uno peor que el otro. La inteligencia artificial (IA) hará lo que se le cante la gana; gracias a la IA verás desde Butters hablando maravillas de la igualdad de género, hasta López Chau abrazándose con López Aliaga. Así de imposible, en realidad, la IA será capaz de ponértelo en el teléfono. Lo que se viene es algo nunca antes visto. Si las elecciones de 1990 nos marcó para siempre con su carácter único y disruptivo, espere amable lector a lo que nos depara el 2026. Lo que veremos será algo endemoniadamente asombroso. Cada mañana que despierto como Connors, esa es la idea que me abruma y me deja sin aliento.

Cada día que es idéntico y peor que el anterior, con las mismas trapacerías que nos abruman, trato de pensar en un ritual de solución a todo esto. Y lo primero que se me viene a la cabeza es no normalizar toda la inmundicia que nos pretende sobrepasar. Aparecen cada tanto olas de caca que intentan asfixiarnos y llevarnos al abismo del vómito, pero no hay posibilidad de ceder. Yo sé que esto puede leerse desde incorrecto hasta insoportable, pero hemos sido todos nosotros los que elegimos al elenco que hoy gobierna y dice representarnos. Yo, quizá cobardemente, voté nulo el 2021. No había opción. Opté por Don Ninguno hace cuatro años consultando con mi conciencia y dibujándole bigotes a Keiko y un cigarro a Castillo.

Lo siguiente que no debemos normalizar es la obsecuencia con el derecho –y yo diría que hasta el deber– de expresarnos sobre lo que pasa y lo que nos conmueve. Nos hemos vuelto críticos desde las redes, jueces constitucionales desde el celular y del teclado –en mi pueblo a eso le llamaban palomillas de ventana– y la realidad nos exige que debemos estar, presencialmente, allí donde las cosas se calientan. O por lo menos intentarlo. Yo veo a la gente en las calles con los ojos clavados en el teléfono. Yo, por política propia y por decisión personalísima, no saco el aparato de mis bolsillos así me revienten de mensajes. Me aterra la sola idea de enfretarme a un delincuente dispuesto a asesinarme con tal de llevarse mi dispositivo. A veces hay excepciones, emergencias que se deben responder. Para eso, me camuflo en una bodega o en alguna tienda para mirar el teléfono y responder con un “dame unos minutos que te contesto”. La cuestión, sencillamente, es que así no se puede vivir.

Y, como les decía líneas arriba, lo que veo para el 2026 es aterrador. Los discursos extremistas van en apogeo. La mano dura va a ser protagónica y el deseo de matar, ya sea por los propios delincuentes y las víctimas cansadas de tanta sangre derramada, va a seguir escalando. No auguro buenos tiempos para lo que está por venir. Añoro las épocas en las que uno podía sentarse y charlar desde sus propias diferencias. Se ha perdido el sentido de país que recuerdo de esos tiempos de debate alturado y una saludable conclusión de ideas. Hoy todo es scrolling y veredicto. Tiktok y butifarra. El mundo se está yendo a la mierda y seguramente te indignarás en tu red social, para que quede registro, para que exista, para que seas lo que ya no somos más. Trataré de ser menos pesimista de aquí a dos domingos, pero de momento así de crítica veo la cosa.

I got you, babe.

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