El regreso de Alberto Fujimori a Palacio no se produjo como soñaron sus partidarios más acérrimos al verlo inscribirse en Fuerza Popular con miras a una candidatura presidencial al 2026. Por el contrario, su muerte el pasado 11 de setiembre solo dio paso a un grotesco retorno, al concederle el Gobierno el tratamiento fúnebre de jefe de Estado. La imagen de Dina Boluarte recibiendo el féretro en el patio de Palacio es una clara síntesis del pacto de corrupción, impunidad y violaciones de derechos humanos sobre el que se sostienen los actos de Estado y los rituales de la democracia realmente existente en el Perú.
El guion de este “fin de semana con el muerto” —declaratoria de duelo nacional por tres días, cesión del Ministerio de Cultura para el velatorio— comprende una vasta operación de blanqueo del sepulcro de Fujimori y una reescritura de la historia de su nefasta estadía en el poder. El discurso de la prensa y de los políticos que ejercen el poder es una suerte de neolengua, acordada para evitar cualquier mención al extenso prontuario del exdictador, quien, como es verdad probada judicialmente e historia del Perú, fue condenado por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, y por una retahíla de delitos como secuestro, corrupción, soborno, malversación y abuso de poder.
Esta puesta en escena ha sido una provocación, en primer lugar, contra las familias de las víctimas de la dictadura; luego, contra los miles de personas que por años se han enfrentado a los herederos del fujimorismo en sus pretensiones de volver al poder para liderar el saqueo del país.
No debemos permitir que la hipocresía de quienes han hecho de la muerte de Fujimori un mitin político nos silencie. Como lo han hecho miles de personas en redes sociales y algunas en las calles a pesar de la represión y censura, la memoria y la historia no se borran.