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Opinión

Remedio para melancólicos, por Jorge Bruce

Si persistimos en alcanzar el anhelo de una democracia que hoy está siendo desmantelada, tenemos la posibilidad de lograrlo. 

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BRUCE

El título de esta nota es el de un conjunto de relatos publicados en primera edición, en 1948, por Ray Bradbury. El inmenso escritor de ciencia ficción y distopías (suelen ser lo mismo) es más conocido por clásicos como Farenheit 451 o Crónicas marcianas. Cuando murió, en el 2012, el entonces presidente de los EEUU (Barack Obama) declaró: “Su don para contar historias reformuló nuestra cultura y expandió nuestro mundo. Pero Ray también entendió que nuestra imaginación podría usarse como una herramienta para una mejor comprensión, un vehículo para el cambio y una expresión de nuestros valores más preciados”. Es por esto que lo traigo a la memoria de los lectores de La República.

El primer relato del conjunto que da pie al título arriba citado es ‘En una estación de buen tiempo’. Narra el viaje de George y Alice Smith, una pareja de turistas provenientes de Ohio, EEUU. Sin embargo, no era solo el turismo el motivo del viaje. No, por lo menos, para George, quien era “un hombre que amaba el arte más que la vida misma”. Y en el inagotable universo de la creación, George tenía una marcada predilección por Picasso. En ese entonces, el pintor nacido en Málaga, pero radicado la mayor parte de su vida en Francia, vivía precisamente en el sur de Francia, en la zona donde los Smith habían llegado a hacer lo que sea que los turistas hagan. George se había enterado de que estaba en una aldea de pescadores cercana, visitando a unos amigos.

Aunque amaba las frutas de Caravaggio o los girasoles de Van Gogh, su obsesión por Picasso lo llevaba a decir cosas como:

“Alice —dijo George Smith pacientemente—, ¿cómo explicártelo? Viniendo en el tren pensé: Señor, ¡es todo territorio de Picasso!”. Alice sabe que su esposo sueña con poseer una obra de su ídolo y también que no poseen el dinero para adquirirla. Por eso intenta disuadirlo de semejante despropósito. Para ese entonces, ya las obras del artista alcanzaban precios estratosféricos. Resignado, George y Alice van a la playa a bañarse y tomar el sol de esas playas cuya belleza no es suficiente para atenuar la obsesión de nuestro protagonista. Ni siquiera el vino que te limpia del agua de Ohio logra hacerlo olvidar que está cerca, más cerca de lo que se imagina, de su inagotable pasión.

Al atardecer, Alice se retira a almorzar al hotel y George permanece solo en la playa. No del todo. A lo lejos, un hombre bajo, calvo, de bronceados hombros cuadrados, caminaba por la arena. El desconocido avanzaba, también solo, en dirección de George. Bradbury nos previene: “Otra vez el Destino arreglaba las escalas de los sobresaltos y las sorpresas, las partidas y las llegadas”. Cuando se encontraban cerca el uno del otro, el desconocido se agachó y descubrió en la arena un pequeño objeto de madera. Era el palito de un helado, derretido hace mucho tiempo. Sonriendo, recogió el palito.

Ante la mirada de George, que para ese momento se encontraba muy cerca del otro paseante solitario, lo vio trazar una figura en la arena. Luego otra y otra y otra. Absorto. El turista había dejado de serlo: ahora era el espectador del milagro. Miró la arena y de pronto se puso a temblar: “Pues allí en la arena lisa había figuras de leones griegos y chivos mediterráneos y doncellas de arena como polvo de oro y sátiros que tocaban cuernos tallados y niños que bailaban derramando flores a lo largo de la playa con corderos que brincaban detrás y músicos que se precipitaban a sus arpas y sus liras, y unicornios que llevaban a jóvenes a prados, templos en ruinas y volcanes lejanos”.

Eventualmente, el artista se detuvo. Se sorprendió al ver que había otra persona muy cerca de él. Permaneció un momento en silencio. Miraba a George y luego dirigía la dirección de sus ojos a sus dibujos en la arena. Al cabo de un momento, sonrió como diciendo: “Un día u otro todos hacemos tonterías”. El pintor sonrió, divertido por la mirada atónita del otro, dijo: “Buenas tardes” y se fue. El sol se estaba poniendo y George empezó a ver desfilar toda suerte de fantasías alocadas por su mente: correr y lograr que un par de albañiles rescaten con yeso esos varios metros de dibujos; o por lo menos sacar su cámara de fotos de su equipaje, pero el sol ya se estaba poniendo y no alcanzaría el tiempo.

Entonces, caminó a lo largo de la bacanal en la arena, la miró por última vez y volvió a su hotel. Cuando su esposa le pregunta qué lo había detenido en la playa, George no respondió. Más adelante le dice a Alice que escuche. Ella responde que no escucha nada especial. George Smith le explica que es solo la marea. Solo la marea que sube.

Bradbury no era, pues, solo un autor de ciencia ficción. Era un gran escritor, punto. Su relato admite tantas interpretaciones como la imaginación de Picasso. La que a mí me asalta, hoy, cuando unas bandas del crimen organizado están debidamente representadas en el Congreso, según explica el abogado José Ugaz, en la entrevista que le hace Enrique Patriau en este diario, es la de que podemos y debemos labrar nuestro destino.

No importa si nuestro esfuerzo se desvanece, tal como ha ocurrido en este siglo XXI que comenzó auspicioso y hoy nos está destruyendo como individuos y comunidad. Como mi tocayo George, si persistimos en alcanzar el anhelo de una democracia que hoy está siendo desmantelada, tenemos la posibilidad de lograrlo. En cambio, si nos resignamos y dejamos que este proceso de corrupción y vulneración de los derechos de todos continúe sin resistencia, esa posibilidad se desvanecerá, barrida por la marea, como los dibujos de Picasso en la arena.