No hay nada más humano que la tecnología. Ya sea que se trate de un arado rudimentario hasta un moderno centro de almacenamiento de datos, la tecnología es una parte inherente de nosotros como personas y de la sociedad en la cual se ha diseñado, construido y desarrollado.
Puede parecer innecesario recordar la dimensión humana de la tecnología, pero es necesario hacerlo una vez más y todas las veces que haga falta. Esto particularmente en estos últimos años y meses, donde una de nuestras últimas creaciones ha venido cambiando todo aspecto posible de lo que consideramos sociedad o incluso cultura. Esta ha penetrado en las estructuras de producción, reconfigurando los escenarios laborales para las próximas décadas. Y ha entrado, por supuesto, en lo más íntimo de nosotros, creando escenarios alternativos de compañía, ya sea en nuestros hogares o alcobas. Las posibilidades de uso de esta nueva tecnología parecen tan sorprendentes como preocupantes.
Me refiero, por supuesto, a la inteligencia artificial (IA). Hasta hace un par de años, este término era empleado en espacios muy reducidos de la industria tecnológica, y cuando se filtraba al espacio público era asociado generalmente con ciencia ficción o con proyecciones futurísticas similares a las que tenían nuestros antepasados de hace un siglo cuando imaginaban que nosotros estaríamos conduciendo vehículos voladores o colonizando planetas. Aun así, la IA de entonces no abandonó su naturaleza propiamente social, sirviendo como una proyección de nuestras ansiedades y expectativas.
Ocurre que el futuro llegó antes de lo previsto. El lanzamiento público de ChatGPT nos ha colocado en un momento que no pensábamos que llegaría tan pronto y para el cual no estamos preparados (y que difícilmente lo estaremos). Desde entonces, la presencia de la inteligencia artificial se ha vuelto incontenible a tal punto de ser casi intoxicante. No hay lugar donde no se hable de esta o publicidad que no la mencione. Esta presencia abrumadora se ha traducido en un interés por desarrollar y expandirla de manera comercial, contribuyendo con ello al desconcierto respecto de qué puede hacer y qué no. Más importante aún, qué debería hacer y qué no.
Si he iniciado esta columna recordando la naturaleza humana de la tecnología (y por extensión de la inteligencia artificial), es porque necesitamos recordar que ante todo se trata, efectivamente, de un producto humano. La IA ha sido diseñada por personas, programada por personas, publicitada por personas y consumida por nosotros, personas. Esto es especialmente relevante porque en el momento actual necesitamos volver a situar a la IA dentro del espectro social en el cual nosotros (incluyendo a usted, que está leyendo esto) nos movemos.
Las humanidades, en tanto campo de pensamiento crítico, ofrecen una herramienta para ayudar en esta tarea. Asociadas generalmente con carreras específicas, como Historia, Letras o Filosofía, las humanidades (como las ciencias sociales) concentran la capacidad de estudiar y cuestionar fenómenos sociales y culturales y devolverles su dimensión humana y su compleja relación con nosotros mismos. La irrupción de la IA encuentra a las humanidades en un escenario adverso que ha impedido que reaccione de manera inmediata a este nuevo desafío. De un lado, ataques contra las humanidades dentro de un discurso que favorece lo “útil” y “práctico”, más no la reflexión que debe acompañar todo proceso intelectual e incluso de aplicación. De otro, el desfinanciamiento hacia estas áreas acompañadas ocasionalmente de un repliegue que dificulta conectar dichas disciplinas con problemas urgentes y actuales.
Con todo, las humanidades son un instrumento importante para comprender los alcances de la IA, como también los escenarios en los cuales nos enfrentamos durante los próximos meses. Esto se debe sobre todo a que la IA no es tan “nueva” como se nos quiere hacer pensar. La preocupación subyacente que llevó a desarrollar el Chat GTP—como es la de crear sistemas externos que puedan pasar por humanos— es una interrogante que ya estaba presente desde la antigüedad. De hecho, la relación entre la creación de qué nos hace humanos y de una “inteligencia” externa ha acompañado a diversas culturas y sociedades en estos últimos siglos.
Es un poco preocupante que los mismos desarrolladores y promotores de la IA intenten posicionarla ante todo como un producto de marketing, simplificando su naturaleza disruptiva. Que este bombardeo constante de nuevas formas de utilizar la IA no vaya acompañado del tiempo y el espacio necesario para asimilar su incorporación en nuestras vidas es quizás el ejemplo más lamentable de cómo estamos distanciando la tecnología de los problemas cotidianos que enfrentamos en nuestra vida diaria. La falta adecuada de reflexión nos lleva a pensar que todo necesariamente se puede resolver con tecnología, y que mientras más avanzada está, supuestamente mejor para nosotros.
El plantear interrogantes sobre cómo podemos utilizar mejor una herramienta como esta debería estar en uno de los puntos centrales de la agenda de las humanidades. Esto también demostraría su capacidad para adaptarse con rapidez a situaciones de contingencia y reorientar sus métodos, preguntas y preocupaciones hacia preguntas que van más allá de lo inmediato. En la medida en que comprendamos mejor en qué consiste lo “inteligente” y lo “artificial” de la IA, podremos comprender mejor cómo reorganizar las estructuras productivas y las actividades que las acompañan para que la tecnología cumpla su rol central: contribuir al desarrollo de la sociedad y no precarizar nuestro trabajo y nuestras vidas, que es la dirección a la que vamos de no hacer algo urgente.