Cuando vi este lunes a doña Dina Boluarte, con el rostro desfigurado por la ira y la voz destemplada, acusar de “mediocres” y “odiadores de la Patria” a quienes (la mayoría médicos y enfermeras del hospital local donde reapareció tras larga ausencia) le gritaban “¡Fuera, mentirosa!”, se me vinieron dos ideas de inmediato. La primera, lo mal que sigue hilando las palabras, al punto que, en el embrollo verbal en el que se metió, parecía la parodia de un Luis XIV con peluca de fierro exclamando: “¡El Estado soy yo!”. ¿En serio podría esta mujer, que sigue precariamente encaramada en un cargo al que llegó por el chiripazo más alucinante, creerse la encarnación de la Patria?
Y ahí me vino la segunda idea: esos deslices que perpetra cada vez que se sale del libreto de discursos grises y monótonos que le suelen preparar solo pueden ser producto de una orfandad total de apoyo estratégico y de una autopercepción absolutamente irreal, a raíz de su evidente desconexión de cualquier fuente de información fidedigna.
Eso me recordó que, hace algunos años, uno de nuestros hoy exmandatarios, que a la sazón enfrentaba una grave crisis política surgida de un asunto personal, convocó a un conocido mío, dueño de una empresa dedicada a las estrategias de imagen, media trainings y manejo de crisis (es decir, esos bomberos comunicacionales que salen, manguera en mano, a controlar los daños cuando un político o su entorno la riegan en grande), para que le ayudara a remontar el tsunami. Sus asesores le habían recomendado salir a dar la cara y “decir su verdad”.
Lo primero que mi amigo, tras aguantarse una hora de rimbombante discurso autoexculpatorio, le preguntó fue:
—¿A quién quiere convencer usted?
—¡A todos! —respondió el presidente, mirándolo sorprendido.
—Eso es imposible —retrucó mi amigo—. Si se tratara de convencer a quienes todavía creen en usted (un porcentaje bajo, pero alto comparado con el de la actual mandataria), sería muy fácil, pero el asunto es convencer, o cuando menos hacer dudar, a quienes lo rechazan. Y, para eso, la última persona que debe defender su posición es usted mismo o sus voceros.
El presidente no se lo podía creer. Él juraba que, tratándose de la persona con la investidura más alta del Estado, lo que dijera iría a misa. Era incapaz de entender que la opinión pública no solo no le iba a creer en absoluto, sino que, vistos sus antecedentes (los mismos que habían provocado su bajísima popularidad), sospecharía los peores motivos y su versión terminaría por las patas de los caballos. No cuento el resto de la anécdota, porque adivinarían la identidad de los protagonistas en un tris y no me quedan muchos amigos que perder.
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Lo ocurrido, sin embargo, no es un fenómeno excepcional. Ocurre todos los días con cualquiera que tenga alguna porción, grande o pequeña, de mando. Como, normalmente, nadie los prepara para manejar el poder que cae en sus manos, comienzan a deshacerse de aquellas molestas personas que, al no depender de su autoridad, se pueden dar el lujo de decirles sus cuatro verdades. Al final, terminan rodeados de gente que, como necesita de ellos para mantener su medio de sustento (empleos, dádivas, presupuestos), está dispuesta a decirle —y trasmitirle— solamente lo que quiere oír. Así, el ‘poderoso’ termina atrapado en una burbuja a la que solo llega la información que esa gente quiere darle y que acaba distorsionando toda su percepción de la realidad.
Y eso es exactamente lo que está ocurriendo con Dina Boluarte, la presidente que ha batido el récord de impopularidad que dejó Alejandro Toledo. Al escucharla el lunes, solo queda claro que es incapaz de interiorizar que, para el 92% de peruanos (lo dice Datum), todo lo que sale de su boca huele a mentira (lo sea o no), e insiste, tercamente, en defenderse cada vez con peores argumentos, lo que contribuye a cimentar no ya a la desconfianza, sino el desprecio que hacia ella se ha generado en la gente, incluso en los sectores que podrían tener algún interés en mantenerla en el cargo.
A estas alturas, podría jurar que toda la información que le llega está no solo mediatizada y filtrada por gente a la que no le conviene que ella tenga un panorama real de lo que ocurre, sino que, además, anulado su sentido autocrítico, prefiere creer que todo es producto de la mala voluntad de los enemigos que le inventan sus allegados, entre los cuales se encuentran —cómo no— todos los medios independientes.
Más aún, apostaría un chifa a que Dina Boluarte jamás ha visto un episodio de La Encerrona, el medio que lanzó la investigación sobre sus Rolex, y que apenas mira los noticieros o los diarios en los que se habla de los escándalos en su entorno. Es natural: el cerebro, de manera automática, se cierra a todo aquello que pueda poner en riesgo la propia sobrevivencia (real o simbólica) y prefiere las verdades edulcoradas, cuando no la pura y absoluta delusión. Como dirían los adolescentes de esta época, para doña Dina, “delulu is the solulu”.
¿Podría, todavía, hacer algún control de daños Dina Boluarte? Difícil. Ha cambiado tantas veces de versión y ha echado mano a argumentos tan deleznables (siendo el peor el de los Rolex prestados por su “wayki Oscorima”), que la gente ha asumido simplemente que, diga lo que diga, siempre mentirá. Ni siquiera un mago de la estrategia comunicacional —que los hay por ahí y cuestan millones de dólares— podría hacerla desandar lo andado.
¿Y si, en un improbable ataque de honestidad, dijera la verdad? ¿Si contara, detalle a detalle, el origen de los Rolex, las componendas con el pacto mafioso que cogobierna con ella, las reuniones con Vladimir Cerrón y las sumas y restas de las sospechosas 16 cuentas bancarias que llevan su nombre? ¿Y si se arriesgara a ser honrada?
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En ese caso, tal vez todavía podría salvar la cara ante la historia (¿no es acaso un presidente que confiesa sus delitos tan raro y precioso como un unicornio?), pero se hundiría judicialmente y la coalición mafiosa que aún la sostiene la dejaría caer en un dos por tres (algo que, por lo demás, ocurrirá tarde o temprano). Hacerlo sería algo así como una versión suicida del “¡muera Sansón con los filisteos!”: un acto de valor que jamás ejecutará.
Antes que eso, la mujer que nos gobierna preferirá mil veces la agonía de vivir mintiendo, acorralada por todos sus enemigos, sentada en un sillón presidencial más peligroso que el trono de cuchillos y espadas del Rey de los Siete Reinos.