Promediando estudios, en el Perú, alrededor del 80% de las construcciones son informales. 8 de cada 10 casas nacieron sin partida. Y casi 7 y medio de cada 10 peruanos no tienen trabajo formal. Casi se podría decir que la casa y el empleo de 8 de cada 10 peruanos, en el papel, no existen. Siendo amables, el peruano promedio tiene casa y trabajo clandestinos. Marca Perú.
Hace tiempo que quería hacer este ejercicio tan perturbador como necesario, a partir de las cifras de formalidad en la economía, el trabajo, el transporte y la vivienda, para develar el núcleo duro, el alma, no de una patria, no de una nación, sino de un territorio, (término que me parece el más realista), una abstracción, en todo caso, que se llama Perú. Empecemos por el empleo: hasta el año pasado, de acuerdo con el INEI, el 72,7% del empleo es informal. El 94,9% (casi el 100%, ¡por Dios!) de la población ocupada en las zonas rurales de nuestro país tiene un trabajo precario. El área urbana, por su lado, dista mucho de ser la contraparte, puesto que el 67,2%, casi el 70% de la población ocupada, también es informal. Es decir, básicamente, si uno va a la sierra o a la Amazonía y observa a la gente en el campo, la selva o incluso sus ciudades, casi ninguno, por no decir ninguno, tiene empleo formal. Y en ciudades como Lima o Trujillo, solo 3 de cada 10 personas tienen trabajo formal.
En resumen, en términos de empleo, casi el 75% vive al margen de la oficialidad, es marginal, no existe en el papel, no está sujeto a la legislación nacional, no tributa ni recibe prestaciones relacionadas con el empleo, tampoco tiene protección social. Es cierto que la agricultura, la pesca y la minería tienen los mayores porcentajes (92%) de empleo informal, seguido de la construcción (81,3%), pero también es cierto que, en términos cuantitativos, la gran masa trabajadora informal se ubica en los sectores de comercio (73,5% de informalidad) y servicios (60,5% de informalidad). Debido a que en ambos rubros se concentran nada menos que 10.442.000 personas, aplicando sus respectivos porcentajes de informalidad, estamos hablando de 6.400.000 personas. Una cantidad enorme de compatriotas a quienes, en su mayoría, en el rubro “servicios”, no les queda otra que dedicarse al transporte público: colectiveros, choferes, cobradores, jaladores, taxis, mototaxis, combis, etc., por eso el desorden infernal en las pistas, calles y carreteras peruanas, porque la informalidad laboral en ese rubro implica también no tener brevete ni SOAT, y no hay a quién cobrarle las papeletas por infracciones de tránsito, por ejemplo.
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Por eso el tema es tan sensible, por eso vemos personas que hasta se meten debajo de sus vehículos para que los insuficientes y decorativos fiscalizadores no se lleven sus instrumentos de trabajo, imposible fiscalizar lo que sustenta el pan, la comida, la subsistencia de tantos hogares peruanos. En el rubro de comercio, el problema social es el mismo, la mayoría son vendedores ambulantes que, en muchos casos, tienen que invadir la calle, la vía pública, para poder sobrevivir vendiendo sus productos y, salvo el IGV, no tributa, por eso defienden con uñas y dientes sus espacios invadidos en cada desalojo, porque se quedan sin alimento.
En este contexto, ¿cuál es la frontera entre necesidad y conchudez, incivismo puro y duro? Conversé sobre esto con el psicólogo e investigador social Jorge Yamamoto, quien se refirió a las leyes absurdas que promueven el incivismo y la falta de conciencia por el otro camuflados, mezclados entre legítimas necesidades de sobrevivencia ante un Estado hostil y sin el prestigio suficiente como para que todos obedezcan las cláusulas de un contrato social muy precario. Una mezcla de Hobbes con Matos Mar, le comenté. Convenimos en que tenemos una estructura oficial que alimenta la viveza criolla. Las barreras hacia la formalidad disparan la informalidad, repite lo que muchos especialistas señalan. El Perú oficial no satisface las necesidades de las personas, las leyes y las normas se diseñan desde una curul o un escritorio, sin prestar atención a los atajos sobrevivientes de la informalidad, para afinarlos, incorporarlos. No hay mejor experimento que el experimento vivo de los que tienen la necesidad.
Por un lado, no puedes reubicar, por ejemplo, a los vendedores ambulantes para vender en un desierto intransitado, pero tampoco los puedes dejar compitiendo deslealmente con personas que sí pagan sus impuestos en un mercado o centro comercial formal. Es imposible que no existan corruptos en la política, en la policía, en los municipios, en el Poder Judicial, pero, si la corrupción es la norma, la norma oficial estará lejos de ser respetada y, por ende, solo buscamos que nosotros y los nuestros estemos bien, pero no que todos, como colectivo, estemos bien, que todos ganemos. Basura, escombros, no queremos nuestras ciudades porque sentimos que las ciudades tampoco nos quieren. Un divorcio eterno. Podríamos hablar, en esta columna, de lo ocurrido con la Junta Nacional de Justicia, de la Bicameralidad, de los blindajes descarados en el Congreso, de los procesos penales de los expresidentes, en fin, pero observo mi ciudad, mi país, sus ciudadanos y el asunto me sabe a ilusión, ingenuidad, a suerte echada.
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En pleno siglo XXI, hay espacios que son verdaderas junglas, sin ley y sin Estado, desde las zonas comunes de edificios pudientes y residenciales, hasta un pedazo de tierra invadido. Hay parcelas en las que hemos regresionado a la era tribal, dice Yamamoto, en donde el más fuerte se apropiaba del agua, por ejemplo, y, luego, lo hacía el más estratega, pero, sin dejar de ser salvaje. Hemos vuelto a utilizar el cerebro primitivo. Dentro de nuestra tribu o familia, tanto ricos como pobres, podemos ser muy solidarios, pero el resto pues que se friegue, zanja el investigador social.
Ahora, pasemos a otro aspecto igualmente alarmante y vital como el trabajo: la vivienda. Agárrense. Las cifras más severas son las que brinda la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios del Perú. Según esta, el 95% de las habilitaciones urbanas de nuestro país es informal y el 80% de las casas son producto de la autoconstrucción, sin licencia, sin estudio de suelos, sin estudios eléctricos y sanitarios, es decir, al champazo, esperando el terremoto o el fenómeno El Niño y con sus dueños sobreviviendo con un trabajo precario, informal. Las cifras más “generosas” son las de la Cámara Peruana de la Construcción. Según Capeco, el 80% de las viviendas peruanas consisten en construcciones informales y, de ese total, la mitad es altamente vulnerables a un sismo de alta intensidad. ¿Las autoridades? ¿Hay? En el Perú del siglo XXI, reitero, el 80% del Perú, en teoría, no existe. Eso somos, un país trucho, un eterno divorcio entre lo que somos y lo que creemos que somos.