El desconocimiento sistemático del Estado de derecho por proyectos autoritarios, nos ha demolido institucionalmente durante buena parte del siglo XX. Y avanza ahora al galope; y con bríos.
El colapso, en curso, de la institucionalidad democrática en el Perú es uno de los más profundos y sostenidos en la región. Toda una obra de demolición, “tallada a mano”, por intereses criminales y autoritarios. Pero no como un “tiro al aire”, sino como en buena parte de nuestra historia, en beneficio de particulares o de estructuras de delincuentes articuladas al poder.
Ante eso, esta impune estrategia de demolición de democracia hemos estado con todo en las últimas semanas. Desde el Congreso y desde el cuasi marginal Gobierno. “Creación heroica” que deja como “niños de teta” a los cabecillas de previas experiencias de demolición democrática.
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Con la arremetida en curso, todo viene ahora corregido y aumentado. Por ello, las respuestas también deberían serlo.
El desmontaje sistemático de la institucionalidad en marcha desde hace más de un año, rememora pinceladas cruciales de nuestra sufrida historia republicana: corrupción, atropello e impunidad por tahúres autoritarios. Semanas de horror en las que varios hechos, parafraseando la jerga judicial, son “pruebas plenas” del desconocimiento orgánico, histórico, sistemático, desde el poder, del Estado de derecho.
Aún impunes, por ejemplo, conductas de poderosos sectores empresariales y políticos luego de las elecciones del 2021. Pretensión de tumbárselas porque no les gustó el resultado. Infundada tesis de “fraude” que resquebrajó, impunemente, el respeto a la legalidad.
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Sembrado por el Congreso el desconocimiento de la legalidad, se siembra, también, el desbaratamiento de la institucionalidad. En persistente demolición, tallada a mano, de instituciones y prácticas fundamentales de una democracia.
Lo medular: el socavamiento sistemático de instituciones esenciales. En temas cruciales para cualquier democracia -como, independencia judicial o el espacio institucional de designación independiente de jueces y magistrados- se marcha hoy en el Perú “contra el tráfico”; al revés.
Además, se puso el Ministerio Público al servicio de intereses particulares. Una fugaz -pero demoledora- fiscal de la Nación (Benavides) desmontó espacios institucionales claves del Ministerio Público y actuó en las antípodas de la razón de ser de la entidad. No solo por el acto de resquebrajar las fiscalías anticorrupción, por ilegales pactos políticos con congresistas para asegurarse -recíprocamente- impunidad y por beneficiar ilegalmente a familiares.
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La demolición sistemática de la institucionalidad no es “neutra” o irrelevante. Ni concierne solo a la profesión legal (abogacía). De por medio, intereses criminales y personajes conocidos operando desde cargos públicos (como decenas de miembros del Congreso o los intereses de poderosos particulares).
Tratando de afectar, entre otras cosas, procesos investigativos importantes impulsados por correctos fiscales anticorrupción. Como José Domingo Pérez, hoy bajo el fuego graneado del “pacto de los corruptos”. Ejemplo, caso Cócteles, que involucra a Keiko Fujimori y a varios poderosos empresarios).
Así, cancelar la independencia judicial y mutilar el dinamismo de fiscales anticorrupción es la “pata de cabra” que se necesita para la impunidad. Así ganaban -y ganan- los corruptos y los prófugos de la justicia.
Someter la independiente Junta Nacional de Justicia a la grosera interferencia política del Congreso es, en este contexto, una grave “movida” de la criminalidad organizada desde el Estado.
Que supone, también, “poner contra las cuerdas” a fiscales anticorrupción. En especial cuando se sienten pasos -caso llamado Cócteles, por ejemplo- en torno a investigados en los que concurre -con Keiko Fujimori- el más prominente banquero del país. Por eso buscan -¡con todo!- cancelar la independencia judicial. Incluyendo el espacio institucional independiente para la designación y evaluación de magistrados (Junta Nacional de Justicia).
En ello ha estado obrando sistemáticamente el Congreso, presidido por un condenado por la justicia penal. Vertebrando pestíferas rutas para neutralizar a la justicia, como lo lograron intereses corruptos semejantes en Guatemala, dentro del conocido pacto de los corruptos.
Mucho de esto ya ha aquejado al país. El Perú sufrió durante el fujimorato, como se recordará, el agarrotamiento de su institucionalidad y democracia. Tiempos de corrupción, sin control, impunidad total y de ingentes beneficios ocultos para intereses particulares.
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Historia conocida: ganaron quienes ejercieron gobierno durante el fujimorato, su escuadrón de la muerte (“grupo Colina”), fomentaron -o toleraron- masivas violaciones de derechos humanos o se beneficiaron económicamente de las condiciones prevalecientes.
Acompañado, todo, por enorme corrupción en compras estatales (particularmente de equipamiento militar) o a través de contrataciones con consorcios internacionales lesivas para los intereses nacionales. Y con los medios de comunicación sometidos para que nadie pestañee.
A esa experiencia traumática le puso fin la sociedad peruana. Organizada y movilizada, el año 2000, con la ejemplar transición democrática encabezada por Valentín Paniagua.
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Desde la transición democrática (fines del 2000) se adoptaron una serie de decisiones importantes. Entre ellas, la de impulsar una Carta Democrática Interamericana. Para que un horror así no se repitiera en el Perú y en ningún otro país de las Américas.
Se propuso la Carta a los países miembros de la OEA, precisamente para que los países del sistema interamericano tuvieran un instrumento internacional claro y preciso para prevenir y/o enfrentar posibles crisis democráticas. Fue aprobada unánimemente en Lima, el dramático 11 de setiembre del 2001.
Su origen y contenido conceptual refieren a situaciones de “crisis democrática” y se nutre de respuestas generadas en los 90 desde la oposición democrática al fujimorato y de otras experiencias históricas. Que apuntaban a privilegiar el diálogo sobre la confrontación. Generándose, así, y por iniciativa de la oposición democrática, la “mesa de diálogo” con el Gobierno para procesar una situación que se estaba tornando explosiva.
El Perú podría -debería- poner en marcha ahora la aplicación de la Carta; por propia iniciativa. Para situaciones como la que hoy sufrimos -de evidente alteración del orden democrático- fue, precisamente, prevista la Carta. Son visibles la “alteración del orden democrático” (art. 20) y la “ruptura del orden democrático” (art. 21) hoy prevalecientes.
Ante otras situaciones de “alteración…”, en la OEA se ha decidido la aplicación de la Carta Democrática en varias ocasiones. Y ha hecho bien la Organización en hacerlo. Vamos al actual colapso institucional en marcha en el Perú.
Con su democracia descarriada y atacada desde la cabeza, salta a primer plano de la atención dos cosas: la crisis democrática severa y la agudización de tensiones y conflictos. Ello demanda diálogo, espacio esencial que impulsa y promueve la Carta, que para eso está: defender la institucionalidad democrática.
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Es no solo razonable, sino fundamental, que desde el Perú se convoque a la OEA para aplicarla. Y que se abra, así, una amplia alameda para transitar de la demolición democrática y de la cuasi total inacción del Perú en el escenario internacional a revitalizar nuestra democracia, actualmente agonizante.