Panamá ha sido un lugar de intercambio, flujo de mercancías y capital durante siglos, y si bien hoy se vende como una ciudad “moderna” llena de rascacielos, no todo es lo que parece. Cuando uno mira más de cerca, encuentra una realidad más compleja.
Los rascacielos del centro y norte de la ciudad sirven como fondo de las fotografías de los turistas o de los panfletos publicitarios para inversionistas extranjeros, pero cuando uno camina entre ellos se encuentra con barrios vacíos y hostiles a las personas. Están diseñados como fortalezas, con enormes ingresos vehiculares y sin relación alguna con su entorno. El casco antiguo ha sido desarrollado a cuesta de la expulsión de sus habitantes, dando como resultado un remedo de ciudad, con hoteles y restaurantes para el turista, donde la vida y cultura local han sido completamente desplazadas. Por si fuera poco, la ciudad está fracturada por enormes autopistas, que causan una ausencia casi total de vida a nivel de calle en los sectores más céntricos.
El rol de Panamá como lugar de paso se ve materializado en el entorno urbano. La ciudad contemporánea parece enfocada en crear valor exclusivamente para inversionistas o compañías que se benefician de sus generosas políticas fiscales, en desmedro de la población local. El resultado es una ciudad con una cultura urbana invisible al visitante.
Son perceptibles las huellas de la centenaria ocupación americana del canal, a través de las dramáticas diferencias entre los barrios donde vivían los gringos y el resto de la población, así como la influencia aún palpable del catastrófico urbanismo norteamericano de los años cincuenta enfocado en el auto privado. La inauguración de dos líneas del metro es una buena señal, pero de momento no resulta suficiente para contrarrestar décadas de políticas erradas. Ciudad de Panamá sirve como una advertencia ante lo que puede ser una ciudad sin objetivos públicos, donde el bienestar de las personas es secundario al flujo ininterrumpido de dinero, bienes y servicios.